Pero en esta época nuestra, demasiado vieja para creer verdaderamente en nada y demasiado listilla para estar verdaderamente desesperada, ¿qué hay de nuestro crédito? ¿Qué hay de nuestro futuro?
Bien mirado, existe aún una esfera que gira toda ella en torno al perno del crédito, una esfera a la que ha ido a parar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esa esfera es la del dinero, y la banca –la trapeza tes pisteos– es su templo. El dinero no es sino un crédito, y de ahí que muchos billetes (la esterlina, el dólar, si bien no, quién sabrá por qué, quizás esto nos debería haber hecho sospechar algo, el euro) aún lleven escrito que el banco central promete garantizar de alguna manera ese crédito. La consabida “crisis” que estamos atravesando –pero ya ha quedado claro que eso a lo que llamamos “crisis” no es sino el modo normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo– comenzó con una serie de operaciones irresponsables sobre el crédito, sobre créditos que eran descontados y revendidos decenas de veces antes de que pudieran ser realizados. En otras palabras, eso significa que el capitalismo financiero –y los bancos, que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, que es tanto como decir la fe, de los hombres.
La hipótesis de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es en verdad una religión –y la más feroz e implacable que haya existido nunca, pues no conoce redención ni tregua– hay que tomarla al pie de la letra. La Banca, con sus grises funcionarios y expertos, ha ocupado el lugar que dejaron la Iglesia y sus sacerdotes. Al gobernar el crédito, lo que manipula y gestiona es la fe: la escasa e incierta confianza que nuestro tiempo tiene aún en sí mismo. Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de sacar dinero de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta forma, gobernando el crédito gobierna no solo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y decadente. Y si hoy la política no parece ya posible es porque de hecho el poder financiero ha secuestrado por completo la fe y el futuro, el tiempo y la esperanza.
Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica siga sirviendo a la más oscura e irracional de las religiones, estará bien que cada uno recoja su crédito y su futuro de las manos de estos lóbregos, desacreditados pseudo-sacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las varias agencias de rating. Y acaso lo primero que hay que hacer sea dejar de mirar tanto hacia el futuro, como ellos exhortan a hacer, y volver un poco la vista al pasado. Pues solo comprendiendo lo que ha sucedido, y sobre todo tratando de entender cómo ha podido ocurrir será posible, quizás, reencontrar la propia libertad. La arqueología –no la futurología– es la vía de acceso al presente.
Publicado el 16 de febrero en La Repubblica.
Traducción: Álvaro García-Ormaechea.