Luego vinieron otros premios y otros libros, viajes y reconocimientos varios, una verdadera existencia bohemia que, desde la forma o la mirada, y sobre todo desde la actitud, conservó hasta el final. Durante los últimos años de su vida, por ejemplo, se lo podía encontrar a las horas más inverosímiles en su bar de cabecera, el Varela Varelita, en la esquina de Paraguay y Scalabrini Ortiz, charlando socráticamente con algún parroquiano o barruntando alguna “cosita”, como le gustaba repetir modesto. Ahí escribió gran parte de esa obra maestra de la ficción teórica que es El árbol de Saussure (2000).
Tampoco era inusual verlo caminando por Palermo rumbo al correo, siempre con algún manuscrito bajo el brazo; manuscrito que por cierto él mismo se había encargado de encuadernar artesanalmente. Sus amigos recibíamos estas verdaderas obras de arte en nuestra propia casa, y después de leerlas con avidez lo llamábamos por teléfono, entusiasmados, para comentarle nuestra lectura lo más rápido posible, aún a sabiendas de que probablemente sería demasiado tarde. El manuscrito que nos había mandado, en los pocos días transcurridos, había sufrido una transformación casi absoluta, nos confirmaba Héctor entre risas, e incluso el nuevo texto ya había sido enviado de nuevo a nuestra casa para ver qué opinábamos de los cambios, y así el juego se repetía una y otra vez, como una nueva versión de la clásica carrera de Aquiles contra la tortuga. Este juego, cabe aclarar, era un efecto de la fe que Libertella tenía en el poder de la corrección. Era capaz de corregir todos sus libros hasta el paroxismo, como de hecho lo hizo, y aún así bromear con que a sus obras completas aún les faltaba un poco de todo.
No hay que dejar de señalar que Libertella, por otra parte, más allá de su currículum impresionante y su proverbial modestia cuasi inverosímil, era una persona entrañable. Su conversación, indefectiblemente brillante, siempre nos hacía sentir que era él y no uno quien estaba aprendiendo algo de la charla, como la de Macedonio según Borges. Jamás había tocado una computadora, y todos sus originales estaban redactados con su vieja máquina de escribir portátil, adquirida en una tienda de segunda mano en Manhattan, cuando él daba clases en la universidad de Nueva York. Ahí había desplegado, como en sus tareas de editor y a lo largo de toda su obra, una mirada muy personal y fina sobre la literatura latinoamericana, convirtiéndose en una especie de testigo secular de los rituales y las performances artísticas ajenas, experiencias que eligió documentar cuando percibía que el trabajo realizado con la propia lengua hacía que pareciera una lengua extranjera, es decir, otra lengua. Así, coherentemente, podemos leer en el fragmento 34 de Zettel (2009): «Góngora en traducción. “Demás que honra me ha causado hacerme oscuro: Hablar de manera que a los ignorantes les parezca griego”». La apuesta libertelliana, de este modo, podría ser vista como una arriesgada apertura a la potencial clausura del lenguaje, suerte de versión conceptual del célebre relato de Kafka: “Ante la ley”. Es decir, mostrar el resplandor de los confines del sentido, de sus límites, de esa línea del horizonte, siempre inalcanzable, paradójica y curiosamente oscura que lo configura, y que de alguna forma también estructura y potencia nuestro deseo y le da forma a nuestra vida. Paralelamente, por otro lado, su escritura con el tiempo se fue haciendo cada vez más y más diáfana, y al final, como muy bien señaló Ricardo Strafacce, se aproximó asintóticamente al silencio, a esa página en blanco definitiva, arcaica y perfecta, a la que quizá también aludía Kasimir Malevich con su ya clásico “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” (1918). Es que Libertella, suerte de teórico de la recepción literaria, estaba mucho más interesado en el carácter concreto del individuo lector que en la vacua abstracción de las etiquetas mercantiles y críticas (siempre demasiado dependientes de las modas intelectuales generadas por las agendas académicas y mediáticas).
En gran parte gracias a lo antedicho, durante bastante tiempo (alrededor de 20 o 30 años), Libertella fue una suerte de código o clave secreta del sentido y del afán literario argentino. No obstante, como suele pasar en estos casos, muy pocos sabían realmente cuáles eran los algoritmos de ese código misterioso, y menos aún los que podían explicarlos, aunque muchos insinuaran conocerlos. Este libro es un intento de reunir a algunos de ellos en torno a ese fantasma literario. No ignoramos, por supuesto, el carácter necesariamente inacabado de nuestra empresa. Tal vez por eso, a diferencia de los compendios exclusivamente académicos, acá también hemos decidido incluir algunos textos que están más cerca de la crónica y del comentario. Con este gesto, además de cuestionar la ya anacrónica muerte del autor, creemos que se puede leer alguna marca del singular estilo libertelliano, cuasi inclasificable, y diversos afectos y efectos de su escritura en ciertos rasgos de su oralidad y su imaginario discursivo y micro-social. Sobre este vector, con muchos matices y diferencias, tratando de leer la literatura y la vida como una sola variable indivisible, trabajan los textos de Ariel Idez y Ricardo Strafacce, por un lado, y los de Laura Estrin y Damián Tabarovsky por el otro.
Ariel Idez, al final, y Ricardo Strafacce, al principio, nos acercan a la figura de ese hombre que reía y nunca se quejaba, y nos regalan algunos atisbos de su peculiar personalidad; seguramente muchos, sobre todo los no creyentes en los santos sacramentos autorales de la teoría literaria, como ya hemos dicho, podrán encontrar ahí más de una interesante relación con los rasgos lúdicos de sus textos. Laura Estrin y Damián Tabarovsky, por su parte, despliegan lecturas que parecen complementar soterradamente las crónicas mencionadas más arriba, a partir de categorías como lo múltiple-literario y el doble vínculo.
Un párrafo aparte se merece el texto de César Aira. Fiel a su estilo, escapando a las clasificaciones, Aira rescata en Libertella la figura del amigo ideal, una figura que parece traer aparejada, necesariamente, la práctica de una vida bohemia. Alguien cuya mera existencia es una suerte de freno a la violenta aceleración transformadora del mundo que nos rodea, y en este corrimiento continuo, crítico, la única constante es una poética de la amistad, siempre en busca del instante perfecto, crucial.
En la contratapa del Diario de la rabia se cuenta la curiosa historia de ese libro, descendiente directo de “Nínive” y de una supuesta locura de los traductores a la hora de trasladarlo a la lengua de Shakespeare. Libertella, sorprendido por la noticia, decide producir una versión fácil, mientras piensa asombrado: “¿Así que siempre escribí para no ser traducido? ¿Qué clase de patología será ésta?”. Poco tiempo después llega a sus manos la traducción aparentemente imposible, llevada a buen puerto por la maestría de Jeremy Munday. Pero el envío no viene solo, sino que lo acompaña un ensayo del traductor que detalla los malabarismos verbales que realizó para tratar de trasladar los que Héctor había hecho en su lengua madre. Reproducimos ese ensayo en versión de Adriana Astutti.
En una veta mucho más teórica (y a veces filosófica) se encuentran los textos de Raúl Antelo, Martín Arias, Ariadna Castellarnau, Maximiliano Crespi y Martín Kohan. Castellarnau, por ejemplo, se adentra en la fuerte relación que muchos presuponen pero pocos profundizan entre el universo libertelliano y el de Macedonio Fernández. Allí descubre conexiones fundamentales que van de los espacios cerrados a la firma y el nombre del autor, pasando por las preocupaciones en torno al lector y al mercado en ambos autores.
Martín Kohan, por su lado, desarrolla la idea de que en la base de la poética libertelliana hay una apuesta por la asincronía (para habitar el presente con una ilusión de contemporaneidad total), por el énfasis en el trazo material (físico) de la escritura, y por la búsqueda, en el cruce de teoría y ficción, de una forma de coherencia, entre la que se destaca, sin duda, la fuerte creencia (nunca negociable) en la opacidad irreductible del lenguaje (contra la “histeria de la trasparencia”). Esto abre camino a la preocupación espacial de Libertella, en la que “concibe la geografía argentina como una isla lejana”, y siempre encuentra interioridades desde donde oponer resistencia en esa lucha constante de tácticas, poses y posiciones que para él es la literatura.
Maximiliano Crespi, partiendo del aprendizaje de la inquietud antes que de la pasión literaria, encuentra en el clásico concepto aristotélico de potencia y en el de efecto parcial (postulando el placer frente al goce, el texto frente a la obra), dos claves de lectura posible para la poética libertelliana. Así, pensar la literatura como resto, como sobreviviente, incluso como síntoma, es tomar conciencia que ella hace posible los lenguajes por venir. La apuesta es fuerte: Concebir la obra como un don, “en cierto sentido implacable e infinita”, una suerte de promesa impensable o directamente imposible. Una obra de riesgo que se constituye en esa amalgama o fusión vital que acontece entre el experimento y el ensayo, entre pensar y escribir, entre ficción y reflexión.
Martín Arias, en “Mantua – São Paulo – Bahía Blanca (Libertella sin Baedeker)”, da cuenta de un sistema hermético transhistórico que trata de pensar la ilegibilidad como una especie de arjé, originaria y fundamental, causal y soberana, antigua y actual a la vez; una postura o apuesta cuyo principal efecto de (no) lectura es el movimiento del gesto, siempre invocando el fantasma de lo no dicho. Toda la obra de Libertella podría ser vista así como una mónada o pliegue en los intersticios (casi) invisibles del mercado literario, pero también como el primer diagnóstico de esa rara enfermedad o peste llamada ´patografía´, cuya única cura conocida parece estar relacionada con la ya famosa prescripción lacaniana: ¡Goza tu síntoma!
Antelo, en “Teoría de la caverna...”, luego de refutar el sintomático ataque que recibiera en su momento Nueva escritura en Latinoamérica (1977) por parte de Emir Rodríguez Monegal, se aboca al problema de la forma y lo informe, como un “desplazamiento en las relaciones tradicionales entre los valores y la vida”, rastreando su genealogía desde Nietzsche y Mallarmé, pasando por Heidegger y Artaud, Spinoza y Bataille, y terminando con Agamben y Deleuze; tal vez no esté de más recordar que el título del primer libro de Libertella, El camino de los hiperbóreos (1968), proviene de una paráfrasis de un fragmento nietzscheano. Coherentemente, Antelo sostiene que lo real de la literatura sería una especie de mapa o cartografía, a partir de la cual se podría hablar de una emergencia de la ficción teórica (quizá incluso filosófica), como la ensayada por los cavernícolas en “Literal”, para desmontar y denunciar el gobierno de la palabra vacía, y mostrar una línea de resistencia posible frente a los duros tiempos que corren.
Alan Pauls, por su parte, analiza La arquitectura del fantasma a la luz de sus procedimientos vanguardistas, proyectando retrospectivamente una estela heurística sobre todos los otros libros de Libertella. En especial al detenerse en la figura del artista precoz, “mezcla insoportable de distraído y traidor” (de la vida), alguien que diseña su poética de ausencia (o de fuga) a partir de una suerte de relación histérica con el presente, cuyos efectos más sobresalientes son el absurdo y el humor.
Por último, el nombre propio y la firma, esa marca-promesa que nos ha dejado el autor en la lengua, son la preocupación central del texto de Tamara Kamenszain, cuyos efectos de sentido van del trazo (extra) elaborado por Stupía (un pedido expreso de Libertella) a los designios insondables de las miradas por venir; el texto patentiza ese recorrido en el que la promesa del nombre, como el horizonte de expectativas, deviene efecto de lectura a partir de un fuerte núcleo de lectores y lecturas fervorosas que han construido el mito del escritor de culto. Frente al empobrecimiento de la producción literaria, como sostiene Julio Premat, y a la transformación del libro y la figura misma del escritor en mera mercancía, es quizá el escritor de culto uno de los pocos que aún hoy mantiene viva la esperanza de que sea dicha esa palabra sagrada que le atribuiría algún sentido al mundo, y renovado valor a nuestro empobrecido lenguaje.
Tal vez por eso, ya lo hemos sugerido, Libertella escribe en castellano no sólo como si fuera una lengua extranjera, sino como asentando que toda lengua es en principio extraña, exótica, casi extraterrestre; su estilo anfibio, impredecible, se despliega en la (propia) lengua (ajena) interpelando las certezas semánticas del lector (para que llegue a sentir que lo que lee parece griego; o mejor: Bárbaro); siempre en busca de la frase que lo condense todo, pero no como en “El Aleph” de Borges, sino más bien como en una impensable carambola o calembour sin fin; una búsqueda que no reniega del azar y que no parece tener precursores, salvo quizá el mismo Macedonio (otro griego en potencia), y que por supuesto tampoco, hasta ahora, tiene descendientes (quizás porque todos lo somos un poco).
El fantasma, la biografía del nonato, el lugar que no está ahí, el eco de ese sonido que aún no se produjo, la hache muda que inicia el trazo de su nombre rubricado por otro, son todas huellas y figuras perplejas que aluden a lo que nos hemos atrevido en llamar (como a este libro que las disemina sin fin) “El efecto Libertella”. No sería descabellado pensar, como ya hemos sostenido alguna vez por interpósita persona, que llegará el día en que, para nuestra sorpresa y nuestro asombro, una mera H solitaria o acompañada, ladina y feliz, nos señale el espectro libertelliano en los resquicios más recónditos de la lengua. Ese día, paradójicamente, Libertella se habrá liber(t)ado; habrá alcanzado su páthos, su éthos, su hýbris, su télos, su meta, su blanco, su fin. ¿Cómo evitaremos pensar, en ese futuro inexorable, que la H muda de nuestro maestro del oficio mudo es el sonido ausente de una literatura que jamás necesitó ser percibida para existir? ¿Cómo podremos negar la estrecha relación entre su ausencia presente y la presencia ausente de la H al pie de su foto sobre la mesa presidencial del Varela Varelita? ¿Cómo haremos para no ver su fantasma todo el tiempo y en todas partes, sonriente y distraído? Seguramente será imposible, y ahí, él, entonces, cumpliendo con su deseo de frenarse frente a la meta, por fin, habrá logrado ese corte, esa pausa, ese estado de gracia, ese cambio de ritmo esencial que estuvo persiguiendo durante toda su vida.
Pero si el futuro ya fue, según proclamaban sus textos, esto quizá esté sucediendo ahora mismo, acá mismo, en este preciso momento, como si se tratara del último presente que Héctor nos legó antes de partir, para que también nosotros pudiéramos apreciar, agradecidos e incrédulos, los aplausos mudos que le tenían reservados en su morada final.
No encuentro forma de terminar estas líneas, quizá porque el vacío que dejó tras su partida es imposible de llenar.
Marcelo Damiani