Ahora, cuando nos encontramos los cuatro al lado del balcón, de acuerdo a esa ley de parejas jamás reglamentada, instantáneamente Marianne se pone a charlar con David y Verónica conmigo.
Marianne y David se entienden desde el primer momento en que se vieron (cuando yo los presenté) por una suerte de comprensión metafísica que parece estar mucho más allá de su mutuo interés por la transmigración de las almas y la migración de los cuerpos. Verónica y yo, en cambio, siempre tuvimos esa típica relación ambigua que tienen todos los que han sido y siguen siendo alumna y profesor. Algo que se refleja tanto en este instante como en cualquier otro: Verónica hablándome tensa y desde abajo, como si estuviera rindiendo examen y el sentido de su vida se resumiera en recibir mi total y completa aprobación; y yo, mirándola desde arriba, simulando que la escucho atentamente, pensando que prefiero perderme en la profundidad de sus ojos verdes con tal de no seguir sintiendo la inútil cercanía de nuestros cuerpos.
Entonces, casi sin querer, me doy cuenta que por alguna razón que está más allá de toda lógica, ahora, estoy tratando de escuchar la conversación que mantienen Marianne y David. No comprendo mi repentino interés por ellos cuando en realidad la que siempre me ha interesado es Verónica. Sin embargo, pienso, esto es muy coherente con mi tendencia a prestarle demasiada atención a lo que no me interesa en lo más mínimo, para eludir el compromiso y el riesgo de lo que deseo en realidad. Una especie de versión perversa del masoquismo.
Así, ahora, abruptamente, mientras miro la mirada verde de los ojos de Verónica, veo que a pesar de estar hablando conmigo, a pesar de que no para de hablarme como si estuviera dando lección, sus ojos no dejan de reflejar el cuerpo de David, como si su imagen se impusiera más allá de toda contingencia. Sé que no tendría que importarme. Debería correrme unos cuantos centímetros a mi izquierda y cortar la relación que hay entre sus ojos y el cuerpo de David. Pero en vez de hacerlo, sigo contemplando con tanta intensidad su imagen imaginaria que por un momento creo que mi deseo de estar en el lugar de David es el único origen posible de tantos relámpagos y tantos truenos.
Imagino que la tormenta está en su apogeo.
El último relámpago viene acompañado de una luz tan intensa que me obliga a cerrar los ojos. Por mi mente cruza la imagen fugaz de nosotros cuatro vistos desde arriba, como si estuviéramos fuera de lugar, en otro tiempo o en otra parte, ya que David y Verónica están acostados o tirados en el piso y yo estoy a punto de matar a Marianne. La imagen, a pesar de su nitidez, no ha durado más de un segundo; o quizá menos. Su encantamiento, sin embargo, me impide percibir en seguida que alguien me agarra del brazo con fuerza. Instintivamente pienso en Verónica. Aprovecho la ocasión para apoyar mis manos en sus hombros y atraerla protector junto a mí. Pero cuando abro los ojos veo que no es Verónica sino Marianne la que se agarra con fuerza de mi brazo. Su perfume persistente, demasiado distinto al de Verónica, me confirma su identidad irrefutablemente. Así, ahora, miro los ojos azules de Marianne como si ella y yo fuéramos otros y nos estuviéramos viendo por primera vez. Tengo que admitir que me gusta mucho más de lo que me gusta admitir, y me pregunto qué estoy haciendo ahora con Marianne en mis brazos, cuando un instante antes del último relámpago estaba parado enfrente de Verónica.
Imagino que suelto a Marianne solícitamente y miro a mi derecha y me veo a mí mismo mirando a Verónica directo a los ojos. Parpadeo con insistencia para refutar la realidad que me quieren vender mis ojos. Por más que me vea a mí mismo a la derecha, enfrente de Verónica, yo sé que soy yo el que ahora está acá, enfrente de Marianne. Ningún espejo puede hacer esto.
-¿Qué pasa? -pregunta Verónica.
Mi cuerpo, el fantasma parado frente a ella, la mira sorprendido, perplejo, y muy lentamente, casi casi de manera imperceptible, haciendo una metáfora materialista de la lentitud exasperante de mis propios razonamientos, empieza a contemplarme como si contemplara un espejismo.
Yo sé que soy yo y que estoy acá, con Marianne y su perfume persistente, y sin embargo no puedo dejar de mirar mi cuerpo que está ahí, enfrente, al lado de Verónica, contemplándome como si yo no fuera yo, sino él. No sé cómo pero yo no estoy donde está mi cuerpo.
Mientras tanto, las chicas se miran y nos miran sonrientes, esperando algún tipo de explicación por nuestro raro comportamiento. Pero como ninguno de los dos devuelve ninguna sonrisa ni amaga explicar nada la siguiente mirada que cruzan entre ellas es fugaz, cómplice, sospechando que David y yo hemos empezado uno de nuestros clásicos jueguitos del pasado, cuya intención era dejar en ridículo a cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar. Ellas no saben que hace ya algún tiempo que no hacemos este tipo de juegos juntos.
-¿Qué pasa, David? -preguntan ahora Marianne y Verónica, y me miran.
Yo me río sin razón y mi cuerpo me mira confundido.
-¡Yo soy David! -dice mi voz, es decir la voz de mi cuerpo, pero no yo, mientras mis ojos, los que veo y no por los que veo, miran alternativamente a Verónica y a mí.
Las chicas sueltan una carcajada irrefutable, perfecta; y yo, tal vez por reflejo, tal vez por inercia, tal vez por simples nervios, también me río con ellas.
-¡¡Yo soy David!! -grita la voz del fantasma parado junto a mí.
Marianne y Verónica vuelven a reír sin ganas y yo ahora sonrío pensativo, empezando a sospechar lo que está pasando. Mi sueño hecho realidad: Tener el cuerpo de David sin dejar de ser yo mismo. Decido decir unas cuantas palabras para confirmar mi sospecha:
-Sí, sí; y obviamente yo soy vos.
La voz de David ha salido con tanta naturalidad de mi nueva boca que Verónica no puede parar de reír mientras mi cuerpo me mira como si apenas pudiera contener las ganas de matarme.
Yo, en cambio, casi no puedo resistir la tentación de decirle que tendría que ver el lado positivo del asunto. Ahora, por ejemplo, va a poder deshacerse de Verónica sin problemas, y al mismo tiempo tener a Marianne sin que me importe demasiado. Reconozco que salí ganando con el intercambio de cuerpos, pero por otra parte también hay que reconocer que nada es gratis en este mundo.
Imagino que mi viejo cuerpo, como si me hubiera leído el pensamiento, me hace a un lado de un empujón y se abalanza sobre Verónica, agarrándola de los hombros.
-¡Vero! ¿¡Soy Yo!? David.
El ruido de un nuevo trueno acompañado por dos relámpagos subraya patéticamente lo que acaba de decir mi vieja voz. Verónica se desembaraza de mi cuerpo y se acerca a mí en busca de protección. Instintivamente la abrigo contra mi nuevo pecho pasándole el brazo por la espalda. Mientras mi cuerpo me mira furioso e impotente, siento una especie de lástima por mí mismo, ya que de alguna manera, David acaba de desacreditarme ante a los ojos de Verónica.
Alejándose de mí, ahora, Marianne se acerca a mi viejo cuerpo y lo agarra del brazo con dulzura. Mi cuerpo se desprende violentamente del abrazo de Marianne y se me acerca agresivo. Adivino lo que va a hacer como si lo estuviera pensando yo mismo. Así le doy tiempo para tirarme el golpe, lo esquivo, y se lo devuelvo eligiendo su punto más débil: La mandíbula. Mi viejo cuerpo cae pesadamente, perdiendo el conocimiento. Marianne se le acerca gritando mi nombre.
Entonces imagino que Verónica acomoda su cabeza en mi pecho, y mi nueva mano, la mano de David, se pierde pensativa entre los rulos de su pelo rojo. Enseguida, un instante antes que dos telones con forma de párpados caigan sobre sus ojos, pienso que ella va a levantar la cabeza para besarme, adolescente, sintiendo de algún modo que yo no soy yo, sino el otro. Y yo, para nada paradójicamente, sospecho que no voy a tener ningún problema para reconocerme, cuando vea mi nuevo reflejo en sus viejos ojos verdes.
M.D.