sábado, 3 de julio de 2010

Así lo habría escrito él (continuación)

      Con la multitud de luces rojas y blancas bailando, con el espacio recorrido desfigurándose, el espejo exterior suele ser la Irrealidad Dos. Y oscilando en sus dos -múltiples- posiciones, dirigiendo la mirada al conductor del auto de atrás, cuidando del lugar que virtualmente ocupará el pasajero, el espejo interior siempre tiende a ser la Irrealidad Tres. Y así hasta el infinito...
       Después, cuando ya no puedo disfrutar del humo que exhalan las calles, cuando soy obligado a dejar de lado mi fantasía vertical, como si hubiera una suerte de límite a partir del cual ya no sé si miento que sueño o si sueño que miento, entonces, recién entonces puedo pensar en David (mi parte concreta, y-real): Mi pasatiempo. Siempre lo veo manejando su auto nuevo, joven, tal vez un tanto insomne o aburrido como yo, seguramente preocupado por la pequeña empresa que acaba de emprender junto a su padrastro: Máximo: Hombre autoritario y estúpido que siempre está intentando aprovecharse de él, relegándolo a un segundo plano, y que ahora está cada vez más viejo y errático y por lo tanto también mucho más vulnerable. La certeza -jamás el recuerdo- de los errores que su padrastro está cometiendo ahora en el manejo de la empresa le ha hecho tomar la decisión de obligarlo a dejar todo en sus manos. A la fuerza, si es necesario. (David, cuyo nombre podría ser otro, no sabe que toda esta animosidad contra su padrastro proviene de la sospecha -nunca confirmada- que ese hombre autoritario y necio había tenido algo que ver con la misteriosa muerte de su madre que llevó a la quiebra a toda la familia.) Mientras tanto, piensa que no podrá recurrir a su madrastra, utilizándola sin que se dé cuenta, porque ella le ha dicho hace poco que la empresa, para su marido, era lo más importante que había en el mundo, y que obligarlo a dejarla sería como si lo mataran. David suelta el acelerador y toca el freno ante el semáforo en rojo. Pero al instante siguiente cambia de opinión y vuelve a apretar el pedal con fuerza para subir la cuesta que tiene adelante (no recuerda que cuando era chico su padre lo hacía para divertirlo): Y piensa que si logra una buena velocidad al llegar a la cima el auto volará durante un instante obligándole a despegar el cuerpo del asiento y vaciándole el estómago antes de aterrizar en el piso.
       Recuerdo ver el amarillo del semáforo y aprieto el embrague y el freno para que el auto se detenga despacio. Me saco los lentes de aumento, los limpio lentamente y me los vuelvo a poner. Ahora el amarillo del semáforo es un recuerdo rojo y cuadriculado que se desdibuja ante la fijación de mi mirada. Parpadeo moviendo un poco la cabeza, tratando que mis ojos se acostumbren de nuevo al aumento de los lentes, y finalmente focalizo el extremo derecho de la Irrealidad Uno: La salida de un callejón. Recuerdo que recuerdo que mi mirada es atraída por un paso suave: Seco. Un farol, escondido detrás de un árbol, lanza un haz de luz ineficaz sobre el callejón abrupto. El ruido de los pasos se agiganta con una lentitud fría, impávida. Pienso que escuchar el repiqueteo de un par de tacos altos en medio del silencio de la noche es una experiencia inadjetivable. Creo recordar otro momento similar donde yo aceleraba el auto un tanto indolente o desconfiado: Pero el recuerdo desaparece sin dejar ningún rastro. Y me quedo. Como si supiera por una especie de recuerdo invertido que me voy a encontrar con alguien que conozco.
    Sus empeines semierguidos, sugerentes, se adelantan a la aparición de su cuerpo. Un largo tapado oscuro sólo deja ver el comienzo de sus largas piernas, y más arriba, sus manos pálidas (con dedos finos; tal vez frágiles; largos), como pintadas al óleo sobre la perfección gélida del color negro.
       Con desdén (recuerdo) ella abre la puerta y se mete en el auto con ese múltiple movimiento inverosímil que consiste en perfilar el cuerpo, inclinarlo como si estuviera acariciándose y tomar asiento al girar (felina) para acomodar las piernas. Recuerdo haber focalizado la (nueva) Irrealidad Uno en su mano izquierda (cuyos dedos dibujaban figuras crípticas en el aire al acomodarse la ropa tersa); en el pañuelo blanco que le cubría el cuello y parte del mentón obscenamente; en sus labios y pelo rojo.

       Y en sus ojos.

       Su mirada esquiva y el rojo y negro que emana de todo su cuerpo me hacen pensar o recordar que ya nos hemos visto antes, o que nos vamos a ver después, en una situación igualmente común y a la vez también falsa. Sueño, por ejemplo, con encontrarla mañana a la mañana, después de una noche que seguramente sería el preludio de otro reencuentro misterioso, mientras lee el diario y desayuna algo, semidesnuda, con sus largas piernas cruzadas, pasándose una mano por el pelo rojo, despeinándoselo. Sueño con verla levantarse junto a su mirada, como pensativa, como con escalas, pausada, haciendo que sus ojos redondeen un saludo inasible al mostrarme su sonrisa; la veo colgarse de mi cuello y besarme descaradamente, invadiendo mi boca con su lengua, sometiéndola. La simpleza de mi sueño, por contraste, me hace sentir como si ahora en el taxi los dos estuviéramos demasiado disfrazados, interpretando papeles que no sólo no nos corresponden sino que tampoco nos agradan. Por un momento, tengo la ambigua sensación de que ella es tan ficticia como mi pasatiempo: Pura imagen en movimiento construida para quienes no pueden acceder a la mediocridad de lo real. Pero el hechizo tiene la duración de un recuerdo. "¿Qué pasa?" Dice ella de pronto, sólida, como si tuviera dos voces en vez de una. Entonces (angustiado ante la evidencia de que sus palabras son una especie de espejo de mis fallas) recuerdo que ya la he saludado, amable, sonriente, y que ella me acaba de decir que siga derecho por esta avenida lo más rápido posible. Pongo el auto en marcha y miro a la izquierda a través de la ventanilla, antes de contestarle de la única manera convincente: "Nada": Repito que no pasa nada y aprieto el acelerador mirando las gotas de lluvia que descansan sobre el parabrisas empañado.
      Recuerdo: Su auto muerde el asfalto y sale despedido con violencia. A su lado, semiacurrucada o acostada en el asiento, tal vez enojada, con esa mueca de contrariedad que usan las mujeres para llamar la atención, está su novia: Mujer mediocre y a veces despampanante que trata de cazarlo desde hace más de tres años, mientras le soporta todo tipo de infidelidades y amantes. Ahora, antes que el auto violara una luz roja para subir la cuesta a toda velocidad, ella le acaba de exigir una decisión con respecto a su matrimonio siempre postergado, amenazándolo, esgrimiendo sus conocimientos de la historia oculta de esa pequeña empresa familiar que ya está dando tantos problemas, pidiendo un protagonismo mayor. Mientras tanto, David piensa en la forma de deshacerse de su padrastro, sin escuchar a la mujer, aburrido, porque de algún modo el principio de su discurso ya había anunciado todo lo que iba a decir después. Ahora, mientras el auto cruza la esquina y recorre la primer cuadra cuesta arriba, con arrogancia, con desprecio, casi con desdén, David mira a su derecha, al lugar donde está la mujer y no a ella, como para darle a entender que sus amenazas ya habían sido previstas y refutadas con mucha antelación. Y aprieta el acelerador a fondo haciendo que el auto respingue violentamente. Un instante antes que las ruedas se despeguen del piso, iluminado, David ya sabe lo que va a hacer para solucionar todos sus problemas a la vez. Va a hablar, categórico, en dirección al lugar donde está la mujer y no a ella, sin mirarla, para hacerla dudar de toda su actitud, provocándola con el protagonismo que ella misma le acaba de exigir. Y después, en medio del éxtasis posterior a su falso triunfo, le va a arrojar la pregunta decisiva: "¿Qué estás dispuesta a hacer por lo que querés?" Ella, como el auto lanzado frenéticamente en busca de la cima, ya no podrá volverse atrás, y lo único por hacer entonces será seguir adelante: "Porque hay que matar a alguien". Y a pesar de su mirada perpleja (belleza acentuada por la impotencia de la palabra) David sabe que tarde o temprano ella va a aceptar matar a su padrastro.
       Recuerdo buscar los ojos de la pelirroja: Estamos cerca de los límites de la ciudad y no creo que ella quiera entrar a los suburbios. Le hago una pregunta amable sobre si vamos mucho más lejos y ella me clava los ojos - como una puñalada. Me siento sacudido al ver que el pañuelo del cuello ahora le cubre la nariz y la boca, acentuando el aire de disfraz disimulado que tiene toda su vestimenta. Y tal vez por eso no me sorprende ver la pistola. Su brillo nacarado acompaña la voz de la mujer cuando me ordena que pare. Aprieto el embrague y el freno y el auto se detiene: Dócil. La mujer baja sin el encanto del movimiento inverso. Abre la puerta del acompañante y vuelve a entrar ya sin cadencias. Ahora, mucho más segura, apoyando el brazo izquierdo en el respaldo de su asiento, ubicada como de costado con sus piernas semidesnudas apuntándome al estómago, me ordena negligentemente que siga adelante. Mi mano se acerca a la palanca de cambios y en el camino se encuentra con su rodilla fría. La rozo levemente y ella se mueve hacia atrás como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica. Por la abertura del tapado, recuerdo, se asoma la resplandescencia indefinible de un objeto a contrapelo. Así, como las luces que bombardean fugazmente el parabrisas, como los reflejos variables de la Irrealidad de los espejos (así de inasible - así de fugaz), creo ver el momento en que alguien conocido nos ha presentado o nos va a presentar, cuando ella era otra persona con otro pelo y otra voz. Pero todo se disuelve como visto a través de una puerta movediza. Pienso que si esto fuera una película comercial, mala, ahora sería el momento de cortar y poner a mi doble para que él resuelva la situación como yo no puedo: Actuando, mintiendo, seduciendo a la pelirroja sin asco: Matando su actitud inequívoca.
       "Yo le dije a David que me ibas a reconocer..."
    Recuerdo una sensación caliente expandiéndose por todo mi cuerpo: La Realidad explotando o haciendo explotar el caos que me rodea: El auto lanzado hacia el vacío, flotando: Y ella, acá, sometiéndome contra el asiento, besándome en la boca con vehemencia y murmurando perdón al apretar el gatillo.
       Eso es lo que recuerdo.

Marcelo Damiani

viernes, 2 de julio de 2010

La seducción de la brevedad

Por Marcelo Damiani

       El encuentro tiene lugar en la mítica confitería London, donde Cortázar situaría el principio de su novela Los premios. Acaba de terminar la hora de almuerzo de los oficinistas de la city porteña y el lugar empieza a adquirir cierta calma. Carlos Dámaso Martínez llega puntual, mira a uno y otro lado, y pide un cortado. "Durante la guerra de Malvinas —comenta— los dueños castellanizaron el nombre y le pusieron Londres, pero peor es el caso del bar Británico: Lo redujeron a Tánico, aunque a todos el espíritu nacionalista les duró poco".

       La entrevista completa acá.

jueves, 1 de julio de 2010

"Hoy sólo los artistas siguen siendo peligrosos"

Por Marcelo Damiani

       El siglo XXI acaba de aparecer en el horizonte y yo he cruzado el Canal de la Mancha por el famoso túnel, un poco preocupado por ese paseo por las entrañas de la Tierra. Pero vale la pena. Al otro lado me espera la ciudad luz, la torre Eiffel, el arco del triunfo, les Champs Elisées. También, imprevistamente, me encuentro con una retrospectiva del cine clásico de Hollywood de los años ´40. No puedo resistir la tentación de ir a ver de nuevo (aunque de alguna forma, como siempre, por primera vez) Casablanca, y disfrutar mucho más de la escena de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman paseando, precisamente, por París.



       El café "Le select" queda en uno de los lugares más interesantes de la ciudad: El Boulevard Montparnasse, muy cerca de la estación Vaivin. Afuera, después de la nieve nocturna, cuyos rastros todavía perduran en la vereda y los techos de los autos, el frío es impiadoso. Adentro, en cambio, el fuerte olor al café y la luz de esta radiante mañana de domingo, parecen invitar al visitante a probar los deliciosos croissants recién horneados.
       "La historia," leo en mi ejemplar de Lugar, "aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy en día en lo que podríamos llamar el mercado persa del relato, no alcanzarían a formar una historia, es más o menos la siguiente."
       Juan José Saer, como es su costumbre, llega a la cita con puntualidad y sonrisa envidiables. Saluda al mozo con la mano antes de sentarse y rápidamente se indigna al leer el título de una nota periodística que proclama el triunfo del cine de autor. "Esto es increíble," comenta, exagerando su asombro. "En los '60 teníamos tres consignas: La revolución sexual, la revolución social y el cine de autor. Estas tres cosas hoy han desaparecido. El otro día estaba leyendo una revista con el programa de la televisión para ver si había algo interesante y le ponían la máxima calificación a Desayuno en Tiffany´s y la peor a Inquietud de Manoel de Oliveira. Y ahora me hablan de cine de autor".

       La entrevista completa acá.