domingo, 3 de abril de 2011

El germen Fellini (continuación)

       Posiblemente la respuesta felliniana sea que la cuerda siempre está rompiéndose, probando y extenuando todas las formas del estiramiento y la inminencia. Por eso Deleuze describía el cine de Fellini como “un cristal captado en su formación y su crecimiento, referido a los ‘gérmenes’ que lo componen”. La Dolce Vita y constituyen, en este sentido, los mejores ejemplos: Bellos muestrarios de gérmenes que nunca terminan de cristalizar; cuerdas que ya están rotas y que nunca acaban de romperse; puras potencias sin acto, suspendidas —“pendientes”— entre lo actual y lo virtual. La inclinación de Fellini por las madrugadas (recuérdense las madrugadas con que concluyen y La Dolce Vita) conduce también en este sentido: La inminencia del día que todavía no cristaliza permite que, en “esa atmósfera helada del amanecer en que los sentimientos pueden convertirse libremente en ideas y las ideas libremente en sentimientos”, de acuerdo a Thomas Bernhard, todas las cosas y todos los seres, incluso las más sórdidos y decadentes, puedan ser inoculados con el germen de lo espectacular. Pues según Barthélemy Amengual, para que este espectáculo funcione realmente, Fellini convierte lo real en espectacular; produce la anhelada confusión entre el espectáculo y lo real, negando la heterogeneidad de los dos mundos y borrando no sólo la distancia sino también la distinción entre espectáculo y espectador.
       Fellini, en sus inicios neo-realistas, abogaba por un registro de lo cotidiano, cuyo rasgo distintivo parecía ser el vagabundeo de sus personajes, y cierto aire de constante inutilidad. Pero poco a poco, sin embargo, va a ir identificando lo cotidiano con lo espectacular, sin perder la idea del vagabundeo que ahora va a tener una clara tendencia mental. Quizá por esto, en varios momentos de , verdaderos puentes temporales entre el mundo actual y el virtual, el imaginario y el real, la palabra aparece descentrada, como fuera de foco, excéntrica, hasta el punto de convertirse en un mero ruido de fondo entre muchos otros más. Estos momentos de pasaje se deben a que Fellini quiere llegar a las “imágenes mentales”. Así, en hay un conjunto inestable de recuerdos flotantes, imágenes que desfilan con rapidez desconcertante, como si el tiempo cronológico hubiera perdido los estribos y conquistara una profunda libertad ancestral. Se diría que a la pseudo-impotencia motriz de Guido Anselmi, el personaje principal interpretado por el gran Marcello Mastroianni, le corresponde una anárquica movilización mental. Esta suerte de alter ego de Fellini es el encargado de procesar el material (¿en bruto?) que le ha provisto la experiencia, y la película lo muestra en un estadio germinal que no puede terminar de cristalizar. Es así que es sobre el germen de todo film que está más acá de cualquier idea; o, si se quiere, sobre las imágenes y sonidos virtuales que van a formar el aspecto visible –la idea– de todo film. Puro germen fugaz que se escapa para volver de la mano de un ritornelo, il ritorno del bello, que por un momento tiene la forma de la felicidad, hasta que las fuerzas destructoras de la vida rompan ese proto-cristal.
       Pero sucede que hemos llegado al punto en que la vida no puede distinguirse de las fabulosas apariciones proyectadas por un sujeto que no termina de organizar el espectáculo: No puede decidirse de qué lado del cristal se encuentran lo (ya) oído y lo (ya) visto, si del actual o del virtual, si del imaginario o del “real”. Aquí se advierte la gran influencia que Fellini (de quien tantos han sabido tomar sólo lo superfluo) ha ejercido sobre directores como David Lynch: Encontraremos la misma fascinación por el vaivén enloquecedor entre el mundo de la vida y el mundo de la fábula desde Eraserhead (1976) —film en el cual el germen se ha transformado en horrible feto— hasta Lost Highway (1997) y Mulholland Drive (2001). En estas dos últimas, particularmente, se repite el patrón de unos sujetos —Fred en la primera, Diane en la segunda— condenados a la impotencia física y a la decadencia, y al mismo tiempo, liberados a la mentalidad (como Guido, como Giacomo Casanova). Se repite, también, un dibujo más sombrío: Es el trazado por un impulso de muerte que se expresa tanto en la imagen de Anselmi suicidándose debajo de la mesa, como en el oscuro personaje de Steiner en La Dolce Vita: Asesinos de sí mismos y de las personas que aman.
       A esta pulsión de muerte —suicidio o asesinato— le corresponde, en el orden de la imagen, una pantalla vacía, en blanco. Entonces, la última de las figuras colgantes —o ésa que se encuentra detrás de todas las otras como su imagen virtual— quizá sea la del ahorcado en la sala de proyección de ; un retorno último a la ausencia de intensidades visuales que sería como la purificación deseada (la importancia del tema en es innegable), pero también como la pura virtualidad o el germen en su forma más pura. De ahí la pertinencia de la alusión final de Daumier (el crítico-escritor que funciona como la conciencia de Anselmi) a Mallarmé, poeta que al confiar en el blanco de la página a la vez como espaciamiento de la lectura y “subdivisión prismática de la Idea” se había encontrado a sí mismo peligrosamente cerca del suicidio: Victorieusement fui le suicide beau... Toda la película, de hecho, podría ser vista como esa huida victoriosa de un bello suicidio que Guido está tentando de llevar a cabo no sólo en el plano vital sino también en el artístico. Si no se puede tenerlo todo, piensa el artista suicida, la nada (el silencio, el blanco, el vacío) es la verdadera (única y última) perfección. Su vida, él lo sabe como auténtico visionario que es, pende de un hilo que en cualquier momento se puede cortar. ¿Acaso alguien podría creer en serio que su caso particular es una excepción a esta regla? Aquí está el gran germen de Fellini. El resto es pura ficción.