El hombre que nunca estuvo (2001) es la odisea de Ed Crane, un peluquero que quería ser lavandero (según la taimada definición de los Coen), interpretado por el gran Billy Bob Thornton (sin duda en el papel de su vida), fotografiado en un blanco y negro exquisito. El film es en el fondo una historia sobre el deseo, en la que la confusión inicial, los problemas de dinero y la ambientación socio-histórico-geográfica van a jugar un papel importante (como siempre que se trata de este dúo). La trama policial, con toques absurdos (como la vida misma), con ecos de las novelas de James M. Cain (y de algunas ideas de Borges), va a flotar sobre un mar de melancolía (quizá el auténtico y profundo pathos de toda su filmografía), cuyo origen tal vez podría situarse en la insuficiencia del lenguaje como medio de expresión. Es por eso que las sonatas de Beethoven, único acompañamiento posible del viaje existencial de Ed Crane hasta su disolución final, son fundamentales para puntualizar el tono emotivo de la película, antes de que su protagonista se pierda en ese extraño laberinto del espíritu en el que reina el juego ciego del ritmo, para acentuar que acá, los hermanos, por fin, han alcanzado la perfección.
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