–No te voy a dejar –le dices–, yo no, yo te quiero.
Puede
que parezca que estés algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es
porque ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te
ha enseñado que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a
hacerse trizas son la mayoría de las veces algo de la importancia de
haberse echado un palo con un animal, con un familiar o con alguien que
les dio dinero a cambio.
–Soy una puta –acaban diciendo siempre.
–No, que no –insistes tú abrazándolas, o–: Shshshsh –si sigue llorando.
–De
verdad que es algo muy gordo –insiste ella, como si hubiera descubierto
esa despreocupación tuya que tanto has intentado ocultar.
–Puede
que dentro de ti suene espantoso –le dices–, pero es por la acústica. Ya
verás cómo en cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho menos
grave.
Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice:
–¿Si
te dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano,
sin cuello y con un anillo de oro en el meñique, entonces también
seguirías queriéndome?
Y tú le dices que por supuesto, porque qué
vas a decirle, ¿Qué no? Lo único que está intentando es ponerte a prueba
para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado
soberbio ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto se lo
dices ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón. Después se
quedan abrazados y ella llora, porque se siente aliviada, y tú también
lloras, sin saber por qué. Pero a diferencia de otras veces ella no se
marcha. Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la cama,
mirando su hermoso cuerpo, el sol se está poniendo ahí afuera, la luna,
que aparece de repente como de la nada, la luz plateada que le toca el
cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos
te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un hombre bajito y
regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo
turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está
en el salón, pulsando con sus rollizos dedos los botones del control de
la tele, dispuesto a ver los deportes. Fútbol, un partido de la Liga de
Campeones. Cuando fallan el tiro te dice que tiene la garganta seca y el
estómago vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser posible de
pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en el
coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce. La nueva
situación te tiene preocupado, muy preocupado, pero no sabes muy bien
qué hacer porque la central neuronal de la decisión está paralizada. La
mano cambia las marchas mientras bajas hacia Ayalon, como la de un
robot, y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el tablero con el
anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en el semáforo que hay
junto al cruce de Beit Dagon baja la ventanilla electrónica, te guiña un
ojo y le grita a una soldado que está haciendo autoestop:
–Flaca, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra?
Después,
en Azor, te pones a comer carne con él hasta reventar mientras lo ves
disfrutar de cada bocado y reírse como un niño. Y todo el rato te dices a
ti mismo que no es más que un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero
de esos de los que enseguida vas a despertar.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
–Me voy a dormir –le comunicas, y él te dice adiós
con la mano desde el sillón y sigue con la mirada clavada en el canal de la
moda.
Por la mañana te despiertas cansado, con un poco de dolor
de estómago y la encuentras en el salón, todavía dormitando. Pero en
cuanto has terminado de bañarte se levanta, te abraza con cierto aire de
culpabilidad y tú te sientes demasiado confuso como para decirle nada.
El tiempo pasa y siguen juntos. El sexo no hace más que mejorar día con
día, ella ya no es tan joven, ni tú tampoco, así que un buen día te
encuentras hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y tú se la
pasan en grande cuando salen, como nunca te la habías pasado en la
vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni
el nombre, bailan juntos encima de las mesas y rompen platos y más
platos como si la mañana no existiera. El gordito es un poco grosero,
sobre todo con las mujeres. A veces tú no sabes dónde esconderte por las
majaderías que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que está muy
bien estar con él. Cuando se conocieron, a ti el fútbol no te interesaba
demasiado, mientras que ahora ya conoces a todos los equipos y cada vez
que el equipo del que son hinchas gana te sientes como si hubieras
pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un sentimiento tan poco
frecuente, especialmente en alguien como tú, que normalmente no sabes ni
lo que quieres. Y así, todas las noches, te duermes con él cansado
viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana vuelves a
despertarte al lado de una mujer guapa y comprensiva a la que también
amas a rabiar.