sábado, 3 de marzo de 2018

Máquina Woody (continuación)

       En este sentido, quizá su película más emblemática sea Annie Hall (1977). Allí, desde el mismo comienzo, lo que aparece con más fuerza (oculto bajo un manto interminable de chistes agridulces) es su imposibilidad de conformarse, aunque disfrazado de desencanto vital. “Nunca aceptaría pertenecer a un club que me aceptara como socio”, le hace repetir a su alter ego Alvy Singer, suerte de voz cantante de su personaje ideal (Allan + Woody = Alvy). Todo el film gira en torno al descentramiento o la escisión provocada en Alvy por su separación de Annie. La historia y el montaje, por lo tanto, están estructurados sobre una base lingüístico-temporal cuasi caótica ya sugerida en el mismo título: Annie Hall era el nombre real de la abuela de Dianne Keaton, verdadera musa del Woody modelo 77. Es así que la trama está configurada a partir de conceptos-bisagra tales como ´profesión´, ´desconfianza´, ´matrimonio´ y ´muerte´, entre otros. Por medio de estas palabras claves la instancia narrativa va a articular su devenir en un juego de flujos y reflujos temporales, acercando sus idas y vueltas al vaivén de los sentimientos y al ritmo aleatorio de la memoria. El tema de la película, entonces, no parecería ser el amor, sino cómo procesamos esta emoción tan violenta que puede hacernos creer en la posibilidad de desprendernos de nosotros mismos. Es aquí donde la necesidad de conformarse, en el sentido de darle forma a lo que nos pasa, se vuelve de una vital importancia. Tal vez por esto Woody piensa que a la situación movilizante por excelencia que es el hecho de enamorarse tiene que corresponderle una acción sensorio motriz similar, y la encuentra en el simple acto de correr. Alvy y Annie se conocen jugando al tenis (para no hablar de la forma que ella tiene de manejar), Isaac corre en busca de Tracey al final de Manhattan (1979) y Danny hace lo propio en Broadway Danny Rose (1984), sin mencionar la gran cantidad de corridas que esto ha generado en películas allenianas como When Harry met Sally... (1989) de Rob Reiner o Defending your life (1991) de Albert Brooks, entre muchas otras, y cuya versión paródica quizá pueda encontrarse en Forrest Gump (1994) de Robert Zemeckis. Annie y Alvy, por último, tratan todo el tiempo de conformarse como pareja buscando un equilibrio (siempre inestable) entre el intento de disfrutar el momento (cuya violenta fugacidad parece agredirnos) y el deseo de encontrar una explicación racional a lo que por definición no parece poder tenerla.
       La misma idea, llevada a un espectro mucho más amplio de personajes y relaciones, es la que estructura Crimes and Misdeameanors (1989). Esta gran película, como Match Point (2006), remite desde el título a la célebre novela de Dostoievsky: Crimen y castigo (1866). Pero ahora los crímenes se han multiplicado y los castigos han sido reemplazados por pequeños delitos o faltas. El costado fuertemente existencialista del film está subrayado por la presencia del profesor Levy, seguramente inspirado en Primo Levi, cuyas palabras finales constituyen quizá uno de los más sabios  y tristes  textos que nos ha regalado el cine.
       En un universo en el que la presencia de Dios es por lo menos sospechosa, cínicamente, todo parece estar permitido. La mayoría de los personajes de la película sufren ese vacío existencial que los ha arrojado a un mundo cuyas instrucciones de uso nunca han sido establecidas. La angustia o la desesperación que sienten proviene de saber que las decisiones que toman los hacen demasiado responsables de sus actos, mucho más de lo que ellos quisieran ser. Cada decisión que toman los lanza a una realidad que al actualizarse, literalmente, asesina las posibilidades irrealizadas. Todos se han dado cita en un futuro en el que ciertamente no saben si quieren encontrarse. La única garantía para no tener que conformarse a la fuerza con lo que han llegado a ser parecería descansar en la capacidad de no mentirse a sí mismos. Pero actuar o no de mala fe no es garantía de nada. Judah y Cliff son los mejores ejemplos de ello. ¿Qué hacer entonces? Frente a esta gran pregunta filosófica, Woody parece responder que sólo hay que concentrarse en las pequeñas cosas, y, si se puede, tener fe. La fe, entendida como esa confianza ciega en lo que no podemos ver, es metaforizada por Ben, el rabino que está perdiendo la vista. De esta forma toda la película está atravesada subrepticiamente por el tema de la visión: Judah no puede olvidar que su padre le ha dicho que nada escapa a los ojos de Dios y bromea que quizá por eso se hizo oftalmólogo; Cliff es documentalista y los escasos momentos felices que vive tienen que ver con proyecciones fílmicas, ya sea acompañado por Halley-Farrow o por su sobrina Jennifer, a quien le da lecciones de vida utilizando el soporte de la imagen. Su deseo de instruirla así y la excelente relación que establece con ella parecen ser el más sano intento de incorporar la mirada de ese (otro) niño que todos llevamos dentro, como una suerte de ser que aún no ha sido contaminado por las inautenticidades del mundo que nos rodea. Pero estos destellos de felicidad no obnubilan la claridad mental de Woody. Es así que al final, luego de haber experimentado la imposibilidad de desprenderse de sí mismo, luego de los crímenes y pecados sin castigo, luego del fracaso como única ideología digna, sólo queda la posibilidad de una consolación filosófica: “A lo largo de nuestras vidas", dirá el profesor Levy, mientras suena la exquisita ´I´ll be seeing you´ de Sammy Fain, interpretada por Liberace, "todos nos enfrentamos a decisiones angustiantes y elecciones morales. Algunas son de gran importancia. La mayoría de estas elecciones son sobre cuestiones menores. Pero nos definimos a nosotros mismos por las elecciones que hemos realizado. Somos, de hecho, la suma total de todas nuestras elecciones. Los acontecimientos se desarrollan de una forma tan imprevisible, tan injusta. La felicidad humana no parece haber sido incluida en los designios de la creación. Sólo nosotros, con nuestra capacidad de amar, le damos sentido al universo indiferente. Aún así, la mayoría de los seres humanos parecen tener la habilidad de seguir esforzándose, e incluso encontrar alegría en cosas simples como la familia, el trabajo y en la esperanza de que las futuras generaciones puedan entenderlo todo mejor.”

Marcelo Damiani

jueves, 1 de marzo de 2018

Los seis minutos más bellos de la historia del cine


Por Giorgio Agamben

       Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia. Está buscando a Don Quijote y lo encuentra: Sentado aparte y mirando fijamente la pantalla. La sala está casi llena, y su galería superior –una especie de gallinero– se encuentra completamente ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece un chupetín. La proyección ha comenzado, es una película histórica, y sobre la pantalla corren caballeros armados; de pronto aparece una mujer en peligro. Inmediatamentee Don Quijote se pone de pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus sablazos empiezan a destruir la tela. En la pantalla todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el agujero negro abierto por la espada de Don Quijote crece cada vez más y devora implacablemente las imágenes. Al final casi no queda nada de la pantalla, solamente se ve el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado, abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar frenéticamente a Don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con desaprobación.

        ¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (éste es, quizá, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.