Por Giorgio Agamben
Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia.
Está buscando a Don Quijote y
lo encuentra: Sentado aparte y mirando fijamente la pantalla. La sala está casi llena, y
su galería superior –una especie de gallinero– se encuentra completamente ocupada por
niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con Don
Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña
(¿Dulcinea?) que le ofrece un chupetín. La proyección ha comenzado, es una
película histórica, y sobre la pantalla corren caballeros armados; de pronto aparece una mujer en peligro. Inmediatamentee Don Quijote se pone
de pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus sablazos
empiezan a destruir la tela. En la pantalla todavía aparecen la mujer y los
caballeros, pero el agujero negro abierto por la espada de Don Quijote crece cada vez
más y devora implacablemente las imágenes. Al final casi no queda nada de la
pantalla, solamente se ve el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado,
abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar
frenéticamente a Don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con desaprobación.
¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (éste es, quizá, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.
¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (éste es, quizá, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.