Por Yasunari Kawabata
En el otoño de mis
veinticuatro años, conocí a una muchacha en una posada a orillas del mar. Fue
el comienzo del amor.
De repente la joven irguió la cabeza y se tapó la cara con la manga de su
kimono. Ante su gesto, me dije: La he disgustado con mi mal hábito. Me
avergoncé y mi pesadumbre se hizo evidente.
—Fijé la vista en ti, ¿no?
—Sí, pero no es para tanto.
Su voz sonaba gentil y sus palabras, cálidas. Me sentí aliviado.
—¿Te molesta, no es cierto?
—No, de verdad, está bien.
Bajó el brazo. En su expresión se notaba el esfuerzo que hacía para aceptar mi
mirada. Miré hacia otro lado, y fijé la vista en el océano.
Desde hacía mucho tenía ese hábito de fijar la vista en quien estuviera a mi
lado, para su disgusto. Muchas veces me había propuesto corregirme, pero sufría
si no observaba los rostros de quienes estaban cerca. Me aborrecía al darme
cuenta de que lo estaba haciendo. Tal vez el hábito venía de haber pasado mucho
tiempo interpretando los rostros ajenos, luego de perder a mis padres y mi
hogar cuando era un niño, y verme obligado a vivir con otros. Tal vez por eso
me volví así, pensaba.
En cierto momento, con desesperación traté de definir si había desarrollado
esta costumbre después de haber sido adoptado o si ya existía antes, cuando
tenía mi hogar. Pero no encontraba recuerdos que pudieran aclarármelo.
Fue entonces, al apartar los ojos de la muchacha, que vi un lugar en la playa
bañado por el sol del otoño. Y ese lugar soleado despertó un recuerdo por largo
tiempo enterrado.
Tras la muerte de
mis padres, viví solo con mi abuelo durante casi diez años en una casa en el
campo. Mi abuelo era ciego. Años y años se sentó en la misma habitación ante un
brasero de carbón, en el mismo rincón, vuelto hacia el este. Cada tanto volvía
la cabeza hacia el sur, pero nunca al norte. Una vez que me di cuenta de este
hábito suyo de volver la cara sólo en una dirección, me sentí tremendamente
perturbado. A veces me sentaba durante un rato largo frente a él observando su
rostro, preguntándome si se volvería hacia el norte al menos una vez. Pero mi
abuelo volvía la cabeza hacia la derecha cada cinco minutos como una muñeca
mecánica, fijando la vista sólo en el sur. Eso me provocaba malestar. Me parecía
misterioso. Al sur había lugares soleados, y me pregunté si, aun siendo ciego,
podría percibir esa dirección como algo un poco más luminoso.
Ahora, mirando la playa, recordaba ese otro lugar soleado que tenía olvidado.
Por aquellos días, fijaba la mirada en mi abuelo esperando que se volviera
hacia el norte. Como era ciego, podía observarlo fijamente. Y me daba cuenta
ahora de que así se había desarrollado mi costumbre de estudiar los rostros. Y
que este hábito ya existía en mi vida de hogar, y que no era un vestigio de
servilismo. Ya podía tranquilizarme en mi autocompasión por esta costumbre.
Aclarar la cuestión me provocó el deseo de saltar de alegría, tanto más porque
mi corazón estaba colmado por la aspiración de purificarme en honor de la
muchacha.
La joven volvió a hablar.
—Me voy acostumbrando, aunque todavía me intimida un poco.
Esto significaba que podía volver a mirarla. Seguramente había juzgado rudo mi
comportamiento. La observé con expresión radiante. Se sonrojó y me lanzó una
mirada disimulada.
—Mi cara dejará de ser interesante con el paso de los días y las noches. Pero
no me preocupa.
Hablaba como una criatura. Me sonreí. Me pareció que repentinamente nuestra
relación había adquirido otra intimidad. Y quise llegar hasta ese lugar soleado
de la playa, con ella y con el recuerdo de mi abuelo.
Tomado de Historias de la palma de la mano (1972).
Traducción: Amalia
Sato.