Por Marcos Rosenzvaig
El autor argentino que aborda el género cuento pareciera llevar en su ADN los cromosomas de Borges y Cortázar. No resulta sencillo escapar de esos senderos pródigos de ideas y de un lenguaje inconfundible. Sin embargo, Marcelo Damiani lo logra airosamente en su libro "Signos vitales", recientemente publicado por la editorial Paradiso. Esta antología personal compuesta por 17 cuentos y un prólogo encubierto es el resultado de quince años de trabajo.
Sus cuentos hacen ostensible una risueña acrobacia de la palabra con ideas desopilantes y personajes como los de una mosca, dos mosquitos y un jugador de pool (Espectáculo); finales ingeniosos como el del supuesto macho cavernícola que resulta sorpresivamente ser un niño de dos años (Precocidad); o la de dos marinos que fondean en un árbol de la vereda y que necesitan un escritor para contar su historia (Cuento por encargo). Ya no se trata del literato presionado por el editor o por la necesidad de sus lectores, sino de alguien que intenta alejarse de la medio ocre cotidianidad de los días.
Los robos, los secuestros asumen el tinte de películas de clase B enmarcadas en una doble realidad borgeana. Nada es real. Los sucesos parecen ser tránsitos de fotogramas extraídos de un pésimo guion, un director incompetente y actores anodinos que se creen genios. Y allí, Damiani juega con la influencia de Manuel Puig y la de Borges creando a partir de ellos un estilo propio.
Hay una mirada que desciende desde las alturas como un dios que es él mismo que se observa y observa a los otros. Hay momentos en que su personaje se contempla en situaciones diversas que escapan a la mirada omnívora, omnipresente de él sobre él y sobre los otros. "Yo sé que soy yo y que estoy acá, con Marianne y su perfume persistente, y sin embargo no puedo dejar de mirar mi cuerpo que está ahí, enfrente, al lado de Verónica contemplándome como si yo no fuera yo, sino él. No sé cómo pasó, pero yo no estoy donde está mi cuerpo" (Espejismos del fantasma).
La filosofía tratada como un juego de ardides, de maniobras inteligentes usando la palabra como un barrilete que anhela cielo. Y allí, en ese acontecer de cielo, el autor-niño revisita el origen de todas las cosas, el movimiento e incluso la muerte. Pero todo lo hace con un humor amargo como el del personaje que llega a la conclusión de que no le tiene miedo a la muerte, sino a la idea de que un día ya no esté más en el mundo (El inconveniente de haber nacido).
La reseña apareció originalmente acá.