Por Marcelo Damiani
Reynaldo,
al principio, era simplemente Rey. Reinaba, soberano y autárquico, sobre sus
padres, tíos, abuelos y amigos de la familia sin ningún tipo de obstáculos u
oposición. Sólo tenía que emitir un sonido gutural y cansino y señalar el
objeto de su deseo para que su voluntad fuera cumplida inmediatamente. La vida,
en esa época, consistía en individualizar la forma de las cosas que pululaban a
su alrededor y luego tomarse el arduo trabajo de decidir si las quería ahora o
después. Seguramente ahí estaba la clave para comprender su temprana
fascinación por el cine, aunque él solía quejarse de que había llegado al
séptimo arte bastante tarde. Su madre recién lo había llevado por primera vez a
una sala poco tiempo antes de cumplir los 4 meses, a los 111 días de vida, para
ser exactos, y esto, por supuesto, hablaba de un irrecuperable tiempo perdido.
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