martes, 3 de septiembre de 2013

Marcelo Damiani y el oficio de escribir

Por Marcella Solinas 

       Cuenta la leyenda que Witold Gombrowicz, residente desde hacía mucho tiempo en Argentina, y desde el barco que lo llevaría de vuelta a Europa, le gritó a sus amigos: “¡Maten a Borges!”. ¿Por qué? Por un lado, porque el maestro argentino sentía hacia el polaco cierta aversión y había puesto su veto a la financiación de la traducción al español de Ferdydurke. Por el otro, por una cuestión de orden intelectual. El excéntrico Gombrowicz, como todos los excéntricos, estaba convencido de que el camino artístico y vital de un escritor debe pasar –paradójicamente– por lo que años después Harold Bloom definió como la separación del efebo del poeta padre. Pero si para el crítico estadounidense se trata de un proceso natural e indoloro, para otros la independencia puede tener un precio muy alto. Para citar sólo un ejemplo, pensemos en El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt, donde el universo literario se concreta a través de un auténtico saqueo (acto criminal y, por lo tanto, supuestamente peligros, y bien lo sabe el joven protagonista de novela) de los padres: El robo en la biblioteca. La relación con los precursores es siempre compleja. Sin embargo, hay algunos episodios dichosos en la historia de la cultura en los que nuestros predecesores parecen ofrecernos no tanto una plantilla de estilo sino un método. Piglia, en un programa-conferencia de la televisión pública argentina, la literatura rioplatense le debe a Borges la invención de una literatura “fantástica” y, sobre todo, el desarrollo de un método que cualquiera puede seguir. Piglia compara al autor de El Aleph con el inventor del soneto, que no nos ha dejado sólo los poemas, sino una forma poética para jugar. Si se miran las cosas desde este punto de vista, parece difícil poder matar a Borges, o evadir su presencia en la literatura argentina. Tal vez el tiempo lo haga, como lo ha hecho con su esencia mortal: Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro» (1) establece el argentino en el famoso poema en prosa "Borges y yo, pero ese momento aún no ha llegado.
       Borges y Macedonio Fernández (siguiendo con Piglia) escribieron “ficciones conceptuales”. Pero su objetivo, tal vez sin proponérselo, era permitir que otros pudieran realizar la voluminosa novela a la que tan a menudo aluden. Concepto y realización, así, se encuentran en El oficio de sobrevivir de Marcelo Damiani.
       Nacido en Córdoba en 1969, graduado con honores de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Marcelo Damiani es considerado por muchos intelectuales rioplatenses como una de las voces más originales de la escena argentina de los últimos veinte años. En su primera novela, Adiós Pequeña (1995), revisita el género policial de forma amena, paródica, guiñando un ojo tanto a la tradición literaria argentina como al mundo del cine, y de inmediato poniendo de relieve dos de las principales características de su obra: La intertextualidad y la ironía.
       Su segundo libro, El sentido de la vida (2001) puede ser considerado el primer capítulo de una trilogía involuntaria que, junto con El oficio de sobrevivir (2005) y La distracción (2013), explora las dificultades de estar en el mundo, sin abandonar ese aire humorístico que siempre caracteriza su escritura. Damiani le hace guiños desde el título a la obra de Cesare Pavese. Del autor de Il mestiere di vivere, retoma el tono de “diario”, y especialmente el angustioso análisis que Pavese hace de sí mismo y de sus relaciones con los demás, en el difícil esfuerzo de “construirse” día tras día, como hombre y como escritor: Una lucha sin cuartel en la que el protagonista, en la medida en que adquiere conciencia de sí mismo, advierte cada vez más la apremiante sensación de estar en otra parte, y de no coincidir con los demás. Damiani, aunque en tono de broma, abre un intersticio en el montaliano “mal de vivir” que azota a todos sus personajes, unidos por “el inconveniente de haber nacido”. Habla de la sensibilidad oculta tras las apariencias superficiales y oportunistas, trata con versatilidad problemas de implicaciones filosóficas como la muerte, la felicidad, el suicidio, la depresión, la verdad y la falsedad, pinta un cuadro alegremente nihilista de la existencia contemporánea y del problema de la auto-construcción. Por supuesto, esta cuestión –tanto en Damiani como en Pavese– es también la base de la relación entre el escritor y la literatura: La obsesiva búsqueda de un “estilo” (basada en una profunda conciencia de sí) que contiene inevitablemente el peligro de artificio. La mirada del otro puede convertir el estilo en una “máscara”; y luego se hace difícil distinguir la auto-construcción de la fuga de uno mismo, de la tendencia a ocultarse a los demás y ser de manera auténtica. La elección –no al azar– del verbo “sobrevivir” se refiere, además de a Pavese, también a algunas reflexiones de Derrida. El filósofo francés, en sus estudios sobre Blanchot (2), desarrolla el concepto de supervivencia entendida como una experiencia y un deseo fundamental que va más allá de la vida y la muerte. Es una reflexión sobre la interconexión –y no sobre la oposición– entre la vida y la muerte, y la supervivencia puede, de alguna manera, coincidir con la escritura que es capaz de producir una huella al mismo tiempo definitiva y sujeta a variaciones infinitas. La escritura como sopra-vivenza, según observa Garritano, toma por lo tanto «la forma de un juego en el que el evento en su singularidad se refiere a la nueva presentación, por lo que se abre el escenario de la repetición, del eterno diferir, de una llegada incesante».
       Precisamente la forma del juego es otra piedra angular de la obra del argentino. El oficio de sobrevivir, de hecho, puede ser leído como un divertimento lingüístico e intelectual. El mismo Damiani, en una entrevista con título emblemático, “Escribir es una lucha contra el mundo (4), afirma que considera la literatura un ejercicio lúdico. Lector sagaz y atento del cubano Guillermo Cabrera Infante y de su compatriota Héctor Libertella, Damiani es un equilibrista de la lengua, y la preocupación por la forma se traduce en sus obras en una constante investigación sobre el género y los procesos creativos.
       Para volver al efecto de la provocación de Gombrowicz, básicamente nos enfrentamos con el problema de la tradición: Damiani lector de Borges, o incluso de Eduardo Holmberg y Onetti. Pero no es tan importante tener la certeza de la fuente filológica, sino saber que la obra del autor de El oficio de sobrevivir se mide incansablemente con el canon literario. El bastión que representa es, para los que no lo establecen ni tienen el control hegemónico, a la vez carga pesada y herramienta analítica. Como carga es una presencia constante en la reflexión y la práctica literaria; como herramienta de análisis, se convierte en el lugar en el que operar excepciones a la regla, producir discrepancias y elaborar parodias. Nos damos cuenta entonces de que hay una visión Argentina (y podríamos ampliar esta tendencia a toda Latinoamérica) de la literatura. El género policial, el fantástico, la ciencia ficción son los procedimientos en los que, al igual que en las oposiciones fonológicas de Trubetskoy (otro guiño a Ricardo Piglia de “La loca y el relato del crimen” (5)), los elementos comunes son mayores que las diferencias. Uno de estos elementos es precisamente la falsificación de la realidad mediante la creación de una ficción. Y es emblemático que esta distorsión de la percepción correcta del mundo implique también el autor de la novela. ¿Quién escribió qué? El gran metafísico Pierre Menard, el policial del robo de identidad, y la ficción de la manipulación de la memoria se mezclan en una sola ráfaga de carácter realista, que es la visión de la vida como una conspiración: «Como es conocido, fue Karl Popper quien señaló el problema con su habitual claridad: Esta teoría “es similar a la detectada en Homero. Éste concebía el poder de los dioses para que todo lo que pasara en la llanura ante Troya fuera sólo un reflejo de las múltiples conspiraciones urdidas en el Olimpo. La teoría social de la conspiración es en realidad una versión de este teísmo, es decir, de la creencia en la divinidad cuyos caprichos o deseos gobiernan todas las cosas”.
       En El oficio de sobrevivir es posible encontrar diferentes tipos de texto y referencias a varios géneros literarios. Los hechos narrados en los seis capítulos del libro (a los que hay que añadir el prólogo) se desarrollan en una “isla” imaginaria, un espacio legendario y claustrofóbico, espejo de la realidad contemporánea y, al mismo tiempo, metáfora de la obra literaria. A primera vista, los capítulos parecen independientes entre sí, tanto es así que uno se pregunta si el libro no debe ser entendido como una colección de cuentos en lugar de una novela. Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura, las diferentes historias comienzan a entrelazarse, como los rumores de un coro en el que nadie escucha al otro, y nos damos cuenta de que ningún capítulo puede considerarse concluido y autosuficiente. Es el sello estilístico de Damiani, cuyos libros se refieren siempre a los textos anteriores o anuncian obras posteriores: Pensar, por ejemplo, en los prólogos del escritor ficticio Alan Moon, o en los personajes que viajan de una novela a otra (como Tolver y su vuelta a la vida en La distracción).
       Damiani conoce el complejo funcionamiento de los laberintos narratológicos, e inserta en la trama innumerables bifurcaciones, sin perder el control del universo que él creó. Apuntala la narración con enigmas e impulsos típicos del género policial para luego converger en una suerte de centro, donde las ramificaciones de la historia terminan cruzándose con gran naturalidad. Este centro, en El oficio de sobrevivir, está representado por la agobiante historia de un escritor que, víctima de una amnesia misteriosa, no recuerda que él escribió la novela que su editor le atribuye y quiere publicar a toda costa. Podríamos concluir que la intratextualidad es intertextualidad e hipérbole. No sólo se citan otros universos literarios, precursores o no, sino también el del mismo autor, y todo se convierte en un mapa de referencias que se cruzan, se separan y vuelven a conectarse. Entonces el lector participa con el autor en un debate sobre los problemas de la escritura, en la que el mundo de las grandes editoriales, los funcionarios culturales y los premios literarios son vistos bajo una luz al mismo tiempo sórdida y humorística. Los personajes, un jugador de ajedrez, un escritor bloqueado, un editor fraudulento, una joven hermosa y deprimida, un periodista frustrado y una esposa insatisfecha, como piezas en un tablero de ajedrez, toman poco a poco conciencia de su situación y tratan de rebelarse contra su destino, pero están a merced de la “lotería” que los domina y limita su elección.
       Dentro de este marco, Damiani expone sus pasiones de siempre: El cine, la literatura, el ajedrez. Las influencias cinematográficas del autor asoman un poco en todas partes. Damiani no es uno de esos escritores –tan de moda hoy en día– que puede presumir de una “prosa cinematográfica”; en sus libros el séptimo arte es más bien como un modelo y un intertexto. En la novela, algunos episodios se pueden leer desde diferentes puntos de vista, la misma situación es contada desde ángulos diversos: No hay sólo una clave, y mucho menos una sola verdad. Imposible no pensar en un clásico como “Rashomon” de Kurosawa, pero igualmente obvio es el enlace con los hermanos Coen, en especial con Barton Fink, o con el cine de David Lynch (referencias que sugieren una fuerte tendencia a la mistificación y a la auto-representación). La película, sin embargo, se rompe en la narración de una manera directa en las páginas dedicadas a Brasil de Terry Gilliam, el film en el que, al igual que en la novela, los límites entre el plano de la realidad y el de la ficción son más bien débiles. La narración acompaña esta reflexión sobre la propia narrativa; la literatura habla de sí misma tomando las técnicas de la tradición postmoderna o al menos de esa tendencia irresistible que en Occidente estamos acostumbrados a llamar así. Pero la idea de incluir en el texto la reseña de una película también se ubica en la estela de una tradición iniciada por Macedonio Fernández y Borges. Más que un “post” mundo este sería, pues, un “ex” mundo. Ex-centrum, excéntrico. La obra literaria es un centro de gravedad hacia el cual converge el conocimiento del escritor. Brasil deja de ser en sí mismo para convertirse en la alteridad. Es decir, deja de ser una obra terminada, para regenerarse en otra obra. Es una forma de egocentrismo pero que implica una responsabilidad: Poner todas las piezas en su lugar.
       Y esto nos lleva al ajedrez.
       Todos sabemos cómo funciona el juego. Un número finito de reglas puede comprender un número infinito de combinaciones que producen resultados imponderables en el intento de llegar a la perfección dinámica de las formas, y, por lo tanto, a la derrota del oponente. La realidad combinatoria de un jugador prevalece sobre el otro y lo aniquila. La literatura tiene, en parte, esta tarea. Enfrentarse a los “hechos”, encubrirlos, redefinir su tiranía brutal.
       Como escribía Octavio Paz: «La relación entre sociedad y literatura no es la de causa y efecto. El vínculo entre una y otra es, a un tiempo, necesario, contradictorio e imprevisible. La literatura expresa a la sociedad; al expresarla, la cambia, la contradice o la niega. Al retratarla, la inventa; al inventarla, la revela» (7).
       Es por esta razón que el total artificio de Marcelo Damiani tiene una exigencia de solidez. Como en el tablero se aplican reglas peculiares de reproducción de la experiencia, de la misma forma, en la isla literaria de Damiani (y en aquellas de sus precursores, la de La invención de Morel, por ejemplo, donde la realidad se reproduce por una máquina) las reglas de la realidad son dictadas por las posibilidades combinatorias de la literatura. Si esto puede determinar la percepción del mundo, conduce inevitablemente a la construcción de su fenomenología. El ser como voluntad y representación, por lo tanto, es un laberinto adicional de cuentos y narraciones. Ya lo dijo Roquentin en La náusea: "Para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede; y trata de vivir su vida como si la contara" (8).
       El oficio de sobrevivir se infiltra de esta manera en las intersecciones de los géneros literarios, en la intertextualidad exacerbada; en la realidad como constructo ficticio; en el laberinto. Geometrías y variaciones sobre el tema de la apropiación literaria son el sello distintivo de la novela de Damiani, y, al mismo tiempo, la forma en que aparece en la tradición literaria rioplatense. 

1. Jorge Luis Borges, “Borges y yo”, El hacedor, Alianza, 1996, Madrid, p. 70. 
2. Cfr. Jacques Derrida, Parages, Galilée, París,1986.
3. Francesco Garritano, Sul bordo della legge, en Jacques Derrida, Paraggi. Studi su Maurice Blanchot, Jaca Book, Milán, 2000, pp. 17-18, (Traducción mía).
4. Gustavo Pablos, “Escribir es una lucha contra el mundo, en La voz del interior, Córdoba, 16 septiembre 2006, p. 8.
5. Cfr. Antonella de Laurentiis y Loris Tassi (eds), Inchiostro sangue, antologia di racconti e saggi sul Río de la Plata, Edizioni Arcoiris, Salerno, 2009, pp. 33-41.
6. Giulio Giorello, "Verità manifeste e verità segrete", en Ranieri Polese (editores), Il complotto. Teoria, pratica, invenzione, Guanda, Parma 2007, p. 23. (Traducción mía).
7. Octavio Paz, Tiempo nublado, Barcelona, Seix Barral, 1987, p. 162. 
8. Jean Paul Sarte, La náusea, Madrid, Alianza, 2011, p. 66.