domingo, 1 de septiembre de 2013

Hermeto

Por Marcelo Damiani

       Hermeto tenía una relación demasiado carnal con su propio nombre. Nada en él era claro. Ni bajo ni alto, ni lindo ni feo, ni gordo ni flaco, ni bueno ni malo; su verdadero ser parecía estar mucho más allá de este tipo de distinciones binarias. Era, eso sí, muy callado. La gente, por lo general, no notaba su presencia, y si lo hacían, rápidamente se olvidaban de él, como si fuera un fantasma inofensivo con licencia para aparecer en público. Incluso cuando emitía alguno de sus oscuros juicios categóricos –bastante a menudo, por cierto– los únicos que parecían escucharlo eran sus amigos. Tal vez por eso había llegado a sospechar que siempre, para ser oídos, era absolutamente necesario poseer el requisito previo de la amistad, como parecía confirmarlo el hecho de que nadie escuchaba mejor nuestros silencios que un amigo de verdad.
       A diferencia de muchos escritores, Hermeto encontraba muy estimulante la página en blanco, quizá porque la veía como una suerte de metáfora tangible del silencio. Pero también el color blanco (su favorito) y el silencio eran los progenitores del pensamiento; y Hermeto, como todo pensador puro, siempre estaba a la caza del pensamiento. Con el tiempo, sin embargo, se había dado cuenta de que el pensamiento era una especie de red –hermética, por supuesto– cuya única verdad parecía estar en los agujeros. Coherentemente, uno no podía cazar con esta red, sino que la red terminaba cazándolo a uno. Así, cuando era atrapado por su telaraña, era como si el cuerpo y el mundo desaparecieran juntos por arte de magia. El espíritu era transportado a otra dimensión, una zona o esfera donde no regían las leyes del universo, y cuya carta de residencia era tan inasible y efímera que casi no valía la pena tratar de conseguirla.
       La condición de permanencia en esa otra dimensión era una suerte de ley de encadenamiento o conexión involuntaria regida por la falta. Era como estar armando un rompecabezas una y otra y otra vez, aun a sabiendas de que cada vez que lo armáramos siempre iban a faltar varias piezas distintas, como si se turnaran para aparecer y desaparecer aleatoriamente. La apertura a este verdadero campo de juego parecía ser una cuestión de azar. Uno estaba ocupado en cualquier otra cosa –no importaba cuál– cuando de pronto nuestra mente era abducida, y al instante siguiente ya estábamos ahí. No obstante, convengamos que para muchos la forma ideal de convocar esta abducción era caminar, y Hermeto no era la excepción. En especial si tomamos en cuenta sus largas caminatas a toda hora sin que nunca importara el clima o el lugar en el que se encontraba. Caminar se constituía así en una suerte de procedimiento que generaba una idea o una imagen –para él no había diferencias– que a su vez originaba un efecto de distracción. La idea o imagen (la imagen-idea) se conectaba con otra, y luego con otra, y con otra, y de repente uno ya estaba atrapado por el pensamiento; y nunca se sabía cuándo nos iba a liberar. Hermeto, además, no creía que uno podía huir de ahí. La red era tan poderosa que una vez atrapados nuestra voluntad desaparecía. Caminar y estar atrapados por el pensamiento estaban tan unidos que cuando el hechizo se rompía uno podía terminar en cualquier parte. Al otro lado del mundo incluso, como le había pasado una vez a su maestro: León Tolver. Aparentemente, recién llegado de su famosa estadía en Inglaterra, sin saber muy bien cómo, de pronto había sido atrapado por una imagen ideal del devenir, una suerte de magma en movimiento, una sensación de fluidez etérea que lo elevó a dimensiones místicas, y lo siguiente que supo de sí mismo es que despertó un día después, en medio de una fiesta medieval en Nueva Zelanda. Tolver, ya acostumbrado a este tipo de acontecimientos, lo había tomado con la mayor naturalidad, y había aprovechado el viaje para visitar a una gran amiga que vivía en Auckland, y de paso se demoró unas semanas recorriendo la ciudad. Aunque nunca pudo recordar qué había pasado en esas 24 horas en las que había sido atrapado por la red hermética. Es cierto que tuvo algunos indicios de su derrotero, como los tickets y pasajes que encontró en sus bolsillos, así pudo deducir que su sistema motriz, por suerte, había seguido funcionando a la perfección. Los efectos de su viaje, previsiblemente, no se habían detenido ahí. Al poco tiempo de volver a la isla, por ejemplo, se dio cuenta que su inesperada ausencia había ocasionado que la gente pensara que estaba muerto; hasta le habían organizado un bello funeral que al parecer había sido muy concurrido.
       Todo esto se lo había contado el mismo Tolver, después de un encuentro casual en su bar favorito, antes de confirmarle sus propios descubrimientos con respecto al devenir del pensamiento. Su maestro, evidentemente, ya se había dado cuenta de que él también era capaz de acceder a esa dimensión. Muy pocos podían, por cierto, y a veces el intento por atrapar una mente no apta podía ocasionar graves problemas físicos. La prolongada duración del coma en el que había caído Nicolás era el mejor ejemplo de esto. Para Hermeto, su amigo no estaba predispuesto genéticamente para entrar a esa zona. Nicolás tenía muchos otros atributos, por supuesto, pero sin duda pensar no era uno de ellos; tal vez por eso se dedicaba a las mujeres. No era casual que terminara atrapado por Javiera, una oscura manifestación insensible de la idea, fiel representante del vampirismo pasivo y peligroso que sólo era capaz de acontecer al dejarnos caer atraídos por el abismo. Nadia, como a Hermeto le gustaba llamarla, acaso por su cercanía con nadie y con nada, era la confirmación de que nuestro amigo estaba siendo succionado por las fuerzas maléficas de ese agujero negro que es el vacío absoluto.
       Claro que Hermeto tampoco era alguien ajeno al encanto femenino. Pero sus gustos eran tan crípticos (y sus “amigas” tan escasas) que fácilmente podía pasar por un ermitaño o un misógino. Su última conquista, si es que podía llamársela así, había sido una bella mulata caribeña con un fuerte aire intelectual; durante una larga tarde y una corta noche, según versiones poco claras, tuvo una relación tan exclusiva con ella que Reyni llegó a sostener capciosamente que nuestro amigo se había enamorado por primera vez y para siempre. Quizá no esté de más aclarar que Hermeto era un fiel creyente del epítome epicúreo que sostenía que el sabio jamás deberá enamorarse. Por otra parte, según su particular concepción del mundo, el amor era una ideología tramposa, suerte de argucia de la razón vital basada en un intento de dar lo que no se tiene a quien no lo quiere. “¿Y el sexo?”, terciaba Nicolás. “No hay relación sexual”, citaba Hermeto. “¿Y la masturbación?”, provocaba Reyni. “El Goce es imposible”, volvía a citar Hermeto. “¡Basta de Lacan!”, se quejaba Rey.
       El nombre de la mulata, por supuesto, era Clara. “Claro”, bromeaba Reyni, “no podía ser de otra forma: ¿Cómo se iban a entender si no fuera así?” Justamente el entendimiento (o mejor dicho, su ausencia) no pareció ser un problema entre ellos; por lo menos hasta que apareció. Clara era una chica literal: No soportaba nada que no fuera claro y siempre usaba ropa clara. Había cursado y abandonado varias carreras universitarias en busca de su objeto de estudio. “De su macho”, acotaba Reyni. Pero la Academia (así, con mayúscula) la había decepcionado. “Junto con sus proto-hombres”, volvía a acotar Reyni. Entonces había recurrido a esa suerte de cátedra paralela en la que se habían constituido los bares de la ciudad. Allí se encontró con Hermeto. Concretamente en la Caverna/Cavernita, según la particular nomenclatura reyniana.
Parece que Clara, una lluviosa tarde de abril, quedó sorprendida por la gran capacidad de concentración de Hermeto. Nunca había visto a nadie que se pasara varias horas sin moverse, mirando por la ventana sin que nada pudiera distraerlo, ni siquiera su salvaje belleza tropical. Una rápida averiguación con el mozo le confirmó lo que ya sospechaba: Hermeto era Hermeto. Es que su fama lo precedía. Muchos ya lo conocían como el famoso discípulo de Tolver, no porque en realidad fuera su discípulo, claro, sino más bien porque parecía el único que podía seguirle la corriente: A veces. De hecho, era el único que literalmente lo seguía cuando se levantaba en medio de sus clases, se ponía a caminar de un lado a otro, y sin que mediara ningún tipo de anuncio, partía con rumbo desconocido, dejando a sus pocos alumnos en un estado de estupefacción difícil de resolver. ¿Debían ponerse de pie y seguirlo adonde fuera o era una prueba que debían superar quedándose callados hasta que él regresara? ¿Sería un gesto estudiado para hacerles sentir en carne propia el famoso axioma existencialista sobre la obligación de elegir en todo momento o sería su forma de decir que la clase había terminado? La mayoría se decidía por esta última opción rápidamente. Agarraban sus cosas y se iban a tomar sol o al bar de la facultad. Algunos incluso se cruzaban por los pasillos con Tolver hablando solo, y siempre cerca, siguiéndolo a unos pocos pasos de distancia, Hermeto. Este peripatetismo no podía más que generar el mito del maestro y el discípulo, aunque nunca se supiera muy bien cuál era cuál.
        Un par de horas después, luego de ir a su casa para bañarse, cambiar su atuendo y su peinado, mientras la tarde lluviosa se convertía lentamente en una noche estrellada, Clara volvió a aparecer por el bar y se sentó frente a Hermeto. No parecía haber otra forma para que él se fijara en ella. Con naturalidad, luego de presentarse, los dos se pusieron a charlar como si fueran viejos amigos. Pero al rato se acabaron las trivialidades de costumbre, justo cuando la concurrencia del lugar había disminuido considerablemente, y se hizo presente el primer silencio incómodo. En ese momento llegó la nueva cerveza negra que habían pedido al unísono, y ambos se dedicaron a contemplar la ya famosa habilidad del mozo del bar: Humberto. Eco de su fama, varias veces había sido galardonado con el premio Anfitrión (reservado para el mejor mozo de la isla) por su talento al arrojar vasos, monedas y platos sobre la mesa, con un gesto entre diestro y displicente de su mano derecha, haciendo que giraran en círculos como trompos durante varios segundos. Los giros, poco a poco, se convertían en un tambaleo sumiso, cansino, antes de detenerse al lado del brazo del cliente regular. Esta práctica también funcionaba como un detector de forasteros y advenedizos, ya que los mismos solían mirar inquietos esos objetos giratorios y peligrosos, y por lo general terminaban estirando los brazos y las manos para detener el perturbador movimiento que parecía preanunciar caídas, derrames y vidrios rotos por doquier.
       El largo silencio ya estaba por agotar su capacidad de asombro cuando Clara le confesó a Hermeto que estaba muy interesada en su teoría de la distracción. “Tal vez porque yo misma soy un poco distraída”, susurró suavemente, acomodándose el pelo enrulado, mientras esbozaba una sonrisa encantadora y tímida.
Hermeto, sin percatarse de las claras intenciones de Clara, le dijo que para él la cuestión era muy simple, a pesar de que le había costado más de 20 años deducirla. Tal vez en esta sencillez, paradójicamente, se hallaba su gran dificultad. Pero ahora, una vez contemplada en detalle, era de una evidencia apabullante, casi estúpida. A veces incluso se sentía un verdadero idiota por no haberla deducido antes. Aunque también tenía su lado negativo, musitó, ya que sus efectos se diseminaban sin interrupción, y su horizonte se acercaba asintóticamente al infinito.
        Clara, distraída, no dejaba de mirarlo a los ojos.
       Él, aclaró, Hermeto, cuando era adolescente, como cualquier mortal, no había parado de hacerse las mismas preguntas que han acosado a la humanidad desde el origen de los tiempos: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Por qué estoy aquí? Tal vez por eso había estudiado filosofía. Su decepción, sin embargo, fue bastante grande cuando se dio cuenta de que sus profesores no estaban interesados en los verdaderos problemas de la vida, mientras sus compañeros rápidamente fueron convencidos de que ellos tampoco lo estaban. Había una uniformidad universal del pensamiento demasiado molesta. El único que parecía discutir todo lo establecido, no sólo con sus ideas sino también con su actitud, era un profesor que no parecía enseñar nada. 
       Tolver era un excéntrico, un extravagante que nunca llegaba al aula a la hora señalada, si es que llegaba, y que jamás parecía haber preparado una clase. Pero por otra parte era como si todo el tiempo estuviera pensando. Tal vez por eso su mera presencia imponía un respeto absoluto. Su discurso, como su cuerpo, siempre parecía venir de otra parte. Y si bien uno a veces podía deducir la procedencia de su cuerpo (ropa de invierno en pleno verano o botas para escalar cuando no había montañas en miles de kilómetros a la redonda), el origen de su discurso era inhallable.
       Clara ahora estaba atrapada por el relato.
        Sin embargo, continuó, este discurso que la mayoría calificaba como delirante o desequilibrado, para él estaba repleto de resonancias, sugerencias, alusiones; epifanías. La filosofía de Tolver parecía estar basada en la creencia del poder absoluto de la nada. Tal vez por eso no era casual que repitiera todo el tiempo la famosa pregunta de Leibniz: “¿Por qué hay algo y no más bien nada?”.
        Los largos silencios ocasionados por esta interpelación violenta eran los momentos más áridos de las clases de Tolver. Hermeto se había dado cuenta de que si pudiera responder esa pregunta resolvería todos los problemas que aquejaban al discurso de su maestro. Aunque a veces también pensaba que la pregunta fundamental era otra: ¿Por qué todo no ha desaparecido aún?
       Clara hizo un gesto con la mano para pedir la cuenta.
       Una noche, luego de entrar a clase con los pelos parados y un impermeable anacrónico (hacía meses que no llovía en la isla), Tolver anotó su pregunta favorita en el pizarrón y se sentó a contemplar la nada. Tres largas horas de silencio fueron acabando con la paciencia de todo el alumnado. Cuando el único que quedaba en el aula era Hermeto, ambos cruzaron una mirada rápida, y Tolver leyó la pregunta en voz alta: “Warum ist überhaupt Seiendes und nicht vielmehr Nichts?”
        La mente de Hermeto había estado trabajando sin descanso. Poco a poco había ido entendiendo, poco a poco había ido comprendiendo que todo, por lo menos desde el Big Bang, pasando por el ser y la nada, el azar y la vida, el espacio y el tiempo; pero también el agua, la tierra, el fuego y el aire; sin olvidar el lenguaje, el cine, la literatura, la filosofía, el arte; ni el yo, las ideas, el síntoma, la partición del átomo, la teoría de las cuerdas o la desgarradura existencial, entre infinitas cosas más, hasta llegar al eventual Big Crunch, es decir todo, absolutamente todo era explicable como un efecto, pero también como un defecto de la distracción. Toda distracción es en realidad una separación, un desvío, un despliegue incontenible de las fuerzas centrífugas de la dispersión original. Todos vivimos separándonos de nosotros mismos y desplegando nuestras potencialidades en los mundos posibles que construimos con las decisiones que tomamos, e incluso con las que no podemos tomar; desde la división celular hasta el corte definitivo del fluir de nuestra sangre. La distracción también es el recorte constante que estamos obligados a hacer de la realidad, suerte de cuadratura del círculo que delimita nuestra existencia, ese pequeño desprendimiento de la nada de la que provenimos, y a la que inexorablemente también nos dirigimos como meta final. La vida, en este sentido, es una pura y absoluta distracción.
       Clara se sintió tocada por las palabras de Hermeto.
       Así, él mismo no podía evitar escindirse y confundir los actuales pasos del mozo con los distantes del guardia de seguridad, cuando venía a echarlos del aula ese ya lejano viernes a la noche después de hora. En aquel momento, varios años atrás, había sentido la presencia de una luz inquietante que avanzaba a gran velocidad, como viniendo de las profundidades de un túnel oscuro y turbulento, ahora atemperada por la sensualidad con la que Clara lo agarraba de la mano; volvía a experimentar la fuerza, el impulso de su destello de lucidez, mezclado con la magnífica visión de la espalda llena de lunares de su compañera, y cual artero Arquímedes golpeado por la manzana de Newton a punto de gritar Eureka, no podía evitar la naturalidad con la que daba el salto hacia adelante, el salto cualitativo, apenas empañado por la sospecha turbadora de que tal vez nunca más volvería a ver a Clara después de esta noche, en la que su eventual unión sería también el principio de su definitiva separación; y por último, no podía evitar que su cuerpo fantasmal se levantara al unísono de la silla del aula y del bar platónico, saliera a la noche de invierno y de verano, nublada y húmeda y llena de estrellas y clara, y murmurara para sí la tan ansiada respuesta a la pregunta de Leibniz, de Schelling, de Heidegger, mientras Tolver y Clara lo arrastraban fuera de su ámbito, de su mundo, sin escucharlo, sin oír la única, la verdadera razón de que siempre, pero siempre, haya algo, y no, claro, más bien nada, sin percibir la doble revelación que él acababa de experimentar, la epifanía del poder absoluto y la secreta belleza de la distracción.