lunes, 3 de diciembre de 2007

La caverna de Caín


                            "Caín, por supuesto, no es el famoso personaje bíblico, sino un mero crítico de cine cínico, perpetrado
por la pluma de Cabrera Infante para beneficiarse
 con miles de años de publicidad gratuita."

Alan Moon


     Caín, como todo el mundo sabe, nació bajo la ducha; mejor dicho, bajo la dicha de la ducha. De hecho, la leyenda cuenta que lo primero que se le ocurrió a su creador, mientras se daba un merecido baño reparador después de seis arduos días de trabajo, fue su nombre. Sus detractores, sin embargo, aprovechan esta circunstancia para argumentar que Caín no es un verdadero hombre, sino tan sólo un mero nombre. Pero con delirios de superhombre.
        El origen acuático de su apelativo, por otra parte, era usado por Caín para establecer su estrecha relación con el principio del mundo, ya que él firmemente creía (como Tales de Mileto) que el agua era el fundamento de todas las cosas. Su creencia quizá pueda explicar la hiper-sensibilidad que experimentaba frente al ruido de este líquido elemental, porque cada vez que alguien abría una canilla cercana y el agua empezaba a fluir poderosa y rauda huyendo del cielo, el oído absoluto de Caín no podía más que alertarlo sobre el fenómeno que se estaba desarrollando en las proximidades de su ser. Aunque aquella calurosa mañana caribeña, para hacer honor a la verdad, lo único que el ruido del agua le despertó fue la sed, y se la despertó incluso antes de que él estuviera técnicamente despierto.
       Caín, en esos momentos, estaba sumido en un sueño placentero, profundo, en el que se había transformado en un enorme dragón. Varias dotaciones de bomberos habían desplegado sus mangueras y le arrojaban poderosos chorros de agua para tratar de apagar el fuego que salía de su boca. Todas las cosas, al ser alcanzadas por las llamas, se convertían en pequeños cristales mágicos, como si formaran parte de un espejo que acababa de estallar en mil pedazos; así, Caín tuvo la oportunidad de verse reflejado por un instante. Su rostro era muy parecido al de King Kong, y eso le encantó. Pero además, colgada de su cuello, temerosa y húmeda, iba la doncella rubia que le correspondía por ser un verdadero Rey. El detalle que lo dejó boquiabierto, no obstante, fue que él no hacía ningún esfuerzo por lanzar llamaradas de fuego como un predecible dragón clásico. El fuego, en cambio, salía de su boca cada vez que sonreía, y él, por algún extraño motivo, no podía dejar de sonreír.
     Mientras tanto los bomberos seguían haciendo su trabajo, sin darse cuenta que hacía falta mucho más que agua para apagar tanto fuego.
       Aún antes de poder abrir los ojos, aún antes de oler el fuego que crepitaba a sus espaldas, aún antes de sentir el calor que inundaba el ambiente (acentuando la sequedad de sus labios gruesos), Caín tuvo la sensación de estar inmovilizado, atado de pies y manos y en una extraña posición cuasi fetal. Se sentía atrapado en una esfera única, compacta y rígida, inmutable e intemporal, compuesta por infinitos anillos concéntricos que le daban ese aire indivisible e inmóvil que suele tener toda cárcel mental. La sensación era tan agradable como perturbadora, y fue esta y no otra la razón que le hizo poner toda su fuerza de voluntad para terminar de despertarse y averiguar qué diablos era lo que estaba pasando a su alrededor.
      Levantar la pesadez de sus párpados fue sin duda una empresa que lo dejó exhausto. La luz, además, no sólo era harto mezquina, sino que también parecía estar en movimiento. Su cuerpo, por último, no estaba cómodamente acostado en una cama o camilla como uno podría imaginarse, sino que se encontraba amarrado a un sillón de cuero, y por si esto fuera poco, totalmente desnudo.
      Frente a sus ojos, en una pared curiosamente curvada, circulaban imágenes borrosas que se movían de un lado a otro. Su intelecto se demoró en vano algunos minutos tratando de descifrar el sentido misterioso de esas sombras en movimiento que parecían tener alguna relación con los murmullos ininteligibles que provenían de las paredes que lo rodeaban. Caín, ciertamente que no por primera vez en su vida, pensó que por fin había enloquecido.
       Supuso, con la sagacidad que lo caracterizaba, que la explicación de todo debía estar cifrada en su pasado reciente, en el recuerdo de las extrañas vicisitudes acaecidas la noche anterior. Por su mente cinematográfica desfilaron las imágenes fugaces del estreno teatral de una obra hospitalaria a la que había tenido que asistir para cubrir a un colega caido en desgracia. Caín estaba maldiciendo su mala suerte hasta que sus siete sentidos fueron heridos, literalmente lastimados por la presencia de una mulata con cuerpo desbordante –a la que por supuesto no tardó en abordar. Y si no recordaba mal, lo primero que ella le había contado –como si se tratara de un dato peligroso– era que estudiaba filosofía oriental.
       –Yo también amo el conocimiento –había contestado rápido Caín, aunque la mirada lasciva que le había dedicado a ese cuerpo moreno y brillante que se encontraba frente a él parecía desmentirlo descaradamente.
      Entonces la mulata lo había invitado a visitar un nuevo lugar exclusivo, casi secreto, donde esa noche se iba a reunir con sus compañeros de estudio; Caín, mientras asentía rápidamente, se preguntaba si ella compartiría su fuerte concepción carnal de la filosofía. También se acordaba que cuando la mulata le dijo el nombre del lugar, Spéos, vio espejos y esperas y pensó que era una forma sutil de decirle que vería todo lo que quisiera ver si tenía la suficiente paciencia.
       El lugar parecía una caverna, y cuando uno entraba y descendía por la rampa principal, percibiendo la fuerte densidad de la atmósfera, realmente se sentía como transportado a un mundo primitivo. La escasa iluminación, las imágenes chinescas proyectadas en las paredes y los murmullos envolventes que hacían las veces de música de fondo, a diferencia del ruido estridente y las fosforescencias de los clubes nocturnos que Caín acostumbraba frecuentar, también se confabulaban para crear tal impresión. La mulata lo arrastró de la mano por pasillos cada vez más oscuros y sinuosos en dirección a lo que parecía ser el interior de la Tierra. Caín, por su parte, se dejaba llevar sonriente, tentado por la proyección de sus propios pensamientos eróticos.
      Pero su memoria se desvanecía a medida que se acercaban al rincón donde acababa de despertarse. Recordaba claramente a otra mulata que había venido con una sonrisa traviesa y con el vino, su propia invitación para que se uniera a la fiesta, la mirada de las dos mulatas como insinuando que ahí había mucha muchacha para un sólo Caín, y él haciendo chistes y acariciando como al pasar la espalda oscura de su compañera. La última imagen era la de una antorcha y unas palabras en otro idioma con entonación argentina. Eso era todo.
       ¿Habría caído bajo los efectos de la burundanga? Por más que lo intentaba, no podía recordar cómo había terminado desnudo y atado de pies y manos al sillón de cuero. Aunque lo imaginaba, claro, y esperaba, por el bien de su reputación sexual, estar en lo cierto. En este sentido, no se atrevía a examinar las posibilidades de un error de cálculo.
      El aumento del volumen de los murmullos que inundaban las paredes volvió a distraerlo de sus vanos intentos de recuerdo. Parecía un eco que venía de sus espaldas, pero al intentar darse vuelta reparó en sus ataduras. Eran como cadenas aterciopeladas y azules, y luego de hacer un poco de fuerza con sus brazos ambas se soltaron. Caín aprovechó la oportunidad para liberarse del todo. Encontró rápidamente el traje blanco que llevaba la noche anterior y se lo puso, incluyendo el vistoso sombrero panamá. No había rastros de las mulatas por ninguna parte. Ni tampoco del vino. Miró por última vez las imágenes proyectadas en las paredes y pensó que parecía un cine primitivo o futuro donde habían sido abolidas las leyes de la representación. Se le ocurrió que el sentido de esas figuras fantasmales era tan difícil de descifrar como los sueños o la mismísima realidad. Se preguntó si la mulata no lo habría llevado allí para hacer algún tipo de experimento perceptivo o sensorial, ya que después de todo, él era el crítico más famoso de toda la isla. Pero desechó la idea rápidamente: Prefería pensar que había sido utilizado como un objeto sexual.
      Salió del rincón de la cueva ascendiendo por un pasillo cortado por una pequeña pared; atrás de la misma había un fuego que parecía controlado, como si también fuera parte del espectáculo, y a su lado, una antorcha. Caín se agachó para mirarla más de cerca pero alguien le dio un golpe en la cabeza que lo mandó directamente al piso. Después sintió que lo arrastraban por sobre una especie de alfombra áspera y escarpada mientras su voz emitía quejidos de protesta. Su cuerpo terminó arrojado al duro empedrado de la calle.
      Cuando intentó abrir los ojos la luz del sol lo encandiló sin piedad. Luego de sentarse lentamente buscó sus lentes negros en los bolsillos del saco, de la camisa y del pantalón, pero no pudo encontrarlos. El calor, además, lo envolvía como una nube hirviente y húmeda, dificultando su poder de concentración. Se puso de pie sintiendo como si su cuerpo penetrara en una bolsa de aire caliente. Se sacudió un poco la ropa y dio un par de pasos trastabillando, acomodándose el sombrero para que la luz del sol no lo molestara tanto. La densidad de la atmósfera le obligó a abrir la boca para poder respirar mejor. De pronto escuchó que alguien repetía su nombre.
       –Eh, Caín. ¿Qué es lo que haces aquí, Chico? ¿No debieras estar tú en el cine, pues?
       Entonces se acordó que esa mañana tenía una función privada. ¿Cómo se llamaba la película que tenía que ver? No, eso no era importante, sino la hora y el lugar. ¿Dónde le tocaba hoy? ¿En el Atlantis o el Astral? Miró su reloj y apenas pudo distinguir que las agujas no parecían moverse. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿O sus ojos ya habrían perdido la capacidad de detectar el movimiento mecánico de las cosas? Pero no importaba la hora que fuera, de cualquier forma tenía que apurarse, y mientras se le aclaraban las ideas creyó recordar que la función de hoy era en el Astral.
       –Mira, Caincito: ¿Qué es lo que vas a escribir mañana si no ves la película hoy?
    Caín levantó la cabeza y calculó que debía ser alrededor de mediodía. Si se apuraba, tal vez podía llegar para el final, y con un poco de suerte, encontrar algún colega amable que por lo menos le cuente el argumento. Aunque lo dudaba, ya que la mayoría de los críticos sólo veían los primeros quince minutos de todas las películas, y después huían indefectiblemente de la sala; y si no se iban era porque se habían quedado dormidos. En cualquier caso, su suerte ya estaba echada, y todo por culpa de la mulata y sus supuestos estudios de filosofía.

Marcelo Damiani

domingo, 2 de diciembre de 2007

Genealogía de la narrativa histérica


"El mundo es de inspiración tantálica...
Todo lo que desea un hombre le es brindado
y negado. Yo también pensé: Tienta y niega."

Macedonio Fernández


       En nuestra primera aproximación al tema hemos definido a la narrativa histérica como ese tipo de ficción que realiza un doble movimiento simultáneo: Seduce (literariamente) y rechaza (las demandas externas y ajenas a su propia lógica). Este doble movimiento se debe a que su propósito es conquistar al lector y huir de las imposiciones del Mercado (así, con mayúscula). Ahí, sosteníamos, se veía con nitidez el sentido profundo de la ya famosa provocación libertelliana: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, allí se constituye un mercado”. Con minúscula, puntualizábamos, sin olvidar que la supuesta valoración inferior de las minúsculas, como la negativa de la histeria, sería invertida y desplazada rápidamente. En especial porque este pequeño mercado del que habla Libertella está sostenido por la existencia de un lector concreto, real, mientras que el Gran Mercado está pendiente de la estadística, de los índices de ganancias, de la rentabilidad, cuyo substrato (vacío) son los números.
       Ahora bien, como también ya se dijo, no sabemos si la resistencia que propone la narrativa histérica tiene futuro, pero sin duda de lo que no carece es de pasado. Este no es, por supuesto, el que una lectura fácil podría confundir con el de las vanguardias de principios de siglo XX o las neovanguardias de los 60. La narrativa histérica no sólo no tiene un espíritu de cuerpo o un programa previo sino que tampoco pretende cambiar el mundo para luego conformarse con su entrada al Museo. Así, tal vez está mucho más cerca de ser una retaguardia, no porque le cuide las espaldas a nadie, sino porque siempre está a punto de ser relegada o directamente olvidada por el batallón principal y sus ambiciosos líderes de turno. Se podría decir, para aquellos que se ponen nerviosos frente a las indefiniciones, que en el mejor o peor de los casos, la narrativa histérica sólo es una hipótesis de lectura.

       El resto de la nota acá.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Pi: Melancolía y secreción

“La belleza del círculo perfecto ha despertado una intriga especial en los hombres. En su esfuerzo por definir la forma repetida en los iris de los ojos de los seres queridos y en las esferas radiantes del sol y de la luna, el hombre dividió la circunferencia del círculo por su diámetro, descubriendo pi.”

Todd Roberts


       Max Cohen es un joven matemático judío obsesionado por descubrir el patrón numérico del Universo. Alienado en su tarea –asumida como una verdadera Misión–, sufre de alucinaciones y hemorragias nasales que sólo puede aliviar inyectándose. Su creciente paranoia, inherente a la tipología de cualquier racionalista –somos parte de un orden que apenas vislumbramos o que definitivamente escapa a nuestra comprensión–, se ve justificada por dos grupos (en apariencia irreconciliables) que andan tras sus investigaciones. Por un lado, están los especuladores bursátiles que quieren sus teoremas porque sospechan que ellos revelan los patrones ocultos de la bolsa. Por otra parte, una secta hasídica lo quiere en sus filas para descubrir el secreto nombre de Dios, a través de esa rama numerológica del misticismo judío llamada Cábala.
       Max, como corresponde al género de películas protagonizadas por genios, tiene un maestro, Sol, que lo guía escépticamente en su búsqueda, mientras le da consejos sobre que necesita una mujer. Una mujer, precisamente, es lo que sin duda es su vecinita, Devi, una apetecible morocha que le da casi el mismo consejo que Sol: “Necesitas una mamá”, dictamina. La otra fémina que lo persigue es Jenna, una nena que le hace hacer mentalmente operaciones matemáticas. Pero para Max las cosas no son tan claras como para su maestro y vecina. Él ha contemplado el sol de frente cuando era chico, tal vez por eso ahora todo lo que ve son sombras, y quiere ir más allá, descubrir el secreto de pi, esa relación entre la periferia y el centro para reunir lo disperso en la totalidad del círculo.
       Pi (1998), el gran primer film de Darren Aronofsky, es tanto un retrato psicológico como una investigación científica de carácter fantástico, un relato policial como una búsqueda mística de la divinidad. Pero Pi, como no puede ser de otro modo, también es pi: El patrón común de todas las historias: La carencia que hace posible toda narración. Del mismo modo que lo que representa a pi es un número que no tiene fin, periódico, así el movimiento de aquello que ha sido separado de su origen no se detendrá hasta reintegrarse al lugar de donde partió. Pi, por lo tanto, es la unidad de lo diverso, ya que le recuerda a cada narración la ficción del relato del que se desprende su identidad; es la estructura misma del relato entendida como fragmentaria, carencia última o primigenia; su carácter ensayístico en tanto que búsqueda de un Absoluto –ya sea que se lo llame Dios, Madre, Tierra, Dinero, Verdad o Amor.
       Pero mientras que toda narración es progresiva, y por lo tanto utópica, la tentativa de Max –y por eso no es Marx– es melancólica, regresiva. Desoye a su vecina y a Sol (¿pero cómo escucharlos?), desconoce que tal vez el único secreto es secretar, desplazar el origen hacia el final, legar a otro la posibilidad de saber y de poder hacerlo todo, suspender la intranquilidad primordial, resignarse, dejar en blanco las páginas de la historia destinadas a la felicidad.
       Desde este punto de vista se podría decir que el problema de Max es su perseverancia ciega o su voluntad de poder. No obstante, a Aronofsky le basta una breve escena final para problematizar dicha postura. Max, rodeado de hojas marchitas, está sentado en un banco de la plaza. Jenna le pregunta cuánto es 255 por 183. Sonriente, él le responde que no sabe, antes de contemplar la copa de un árbol cuyas hojas son movidas suavemente por el murmullo de viento. Su silencio contemplativo es la prueba de que por fin ha comprendido que no hay nada que decir. No hay mensaje ni código que pueda superar el susurro del viento que se confunde misteriosamente con el de nuestra frágil respiración.
       Tal vez Aronofsky tenía en mente una frase que también Onetti ha tomado de Pound: “Dejemos hablar al viento / Ese es el Paraíso”. Max ha tenido que llegar hasta ahí, después de haber sufrido la persecución de financistas y religiosos, después de haber tenido que enfrentarse con la muerte en más de una ocasión, para comprender que no hay nada, absolutamente nada equiparable a la contemplación del tiempo que se escapa sin reparos, mientras las ficciones que ocuparon nuestro devenir se desvanecen en el aire. Max, tal vez, solamente ha recuperado su capacidad de asombro por el simple hecho de estar vivo, y quizá Pi sea la película sobre la pérdida de esta capacidad ancestral que padecemos todos los que vivimos melancólicamente atrapados por la lógica secresiva del mundo.

Marcelo Damiani & Pablo Orlando

sábado, 3 de noviembre de 2007

"Pura Anarquía" de Woody Allen

En Pura anarquía, de la misma forma que en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Sin plumas y Perfiles, Woody vuelve a ejercitar su talento sobre el cuento cómico, el relato satírico o la viñeta humorística. No hace falta más que echar una hojeada al índice para saber que eso que hemos llamado “Máquina Woody” está de vuelta. Ahí están títulos como “Errar es humano; flotar, divino” (sobre esas sectas que pululan por todas partes y que son capaces de prometer y pedir cualquier cosa a cambio de nada); “Sam, le has puesto demasiado aroma a ese pantalón” (sobre la idea de hacer ropa con olores especiales, entre muchas otras funciones, como la de batería para cargar el celular, por ejemplo); “Calistenia, urticaria, montaje final” (sobre una colonia de vacaciones para niños índigo con aspiraciones cinematográficas); “Atención, genios: Pagos sólo al contado” (sobre el pago en especies), y “Así comió Zaratustra” (sobre el supuesto hallazgo del libro Sigue mi dieta de Nietzsche)...

La nota completa acá.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Se dice de mí...

       "Tiene dos novelas publicadas en Adriana Hidalgo: El sentido de la vida y El oficio de sobrevivir. Leí el primero y me pareció lo más original y mejor escrito de todo lo que leí en escritores nuevos argentinos en mucho tiempo. Con mucha inteligencia, con historias y tramas pensadas va armando un relato donde se mezclan la realidad con los sueños y los deseos... Para quien tenga el libro o lo consiga en los próximos días le recomiendo muy especialmente el capítulo que comienza en la página 57... Damiani es un escritor que demuestra claramente que se puede hacer buena literatura sin hacer menciones constantes al consumo de paco entre los jóvenes y sin meter la cumbia en todas las escenas donde hay gente bailando."

       El resto de la nota por ahí.

jueves, 1 de noviembre de 2007

La insospechada eficacia de unos apuntes


Por César E. Juárez

       En las vitrinas del entrepiso, lo primero que llamó mi atención fue la fotografía de la tapa; en tonos sepias aparecía allí una niña sentada tratando de reestablecer el equilibrio de su cuerpo con sendos dispositivos: apenas una pequeña mano –a su derecha–, y un perro de felpa –a su izquierda–. El intento de la niña acontece inmóvil en el diámetro escaso de una mesa ratona. Recuerdo entonces casi sin solución de continuidad al Roland Barthes de La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (1980): “La fotografía dice: esto, es esto, es asá, es tal cual, y no dice otra cosa; una foto no puede ser transformada (dicha) filosóficamente, está enteramente lastrada por la contingencia de la que es envoltura transparente y ligera”. Lo que sigue es –en consecuencia– una serie de consideraciones en torno al arte de escribir que Algunos apuntes sobre mi madre (2007), de Marcelo Damiani (1969), ha suscitado en mí. Su articulación se ha realizado en momentos y éstos sólo pretenden –esencialmente– seguir los del relato mismo y acoger con gratitud lo que éste último dice. Nos guía un proyecto eminentemente utópico: renunciar a una mathesis universalis y alcanzar una mathesis singularis según el paradójico dictum de Roland Barthes.



La única sabiduría que podemos esperar adquirir
es la sabiduría de la humildad: la humildad es interminable.

Thomas S. Eliot



Nada de todo esto se parece al miedo,
el miedo es un agujero donde uno se resguarda
antes de la acción.

Paulina Vinderman



I

       “Me acuerdo, antes que nada, de sus manos”: Así, casi de un modo invisible, se inicia la escritura de este relato de Marcelo Damiani estructurado en 11 (once) párrafos. Sus manos –las de ella– son las que tejen y las que, de algún modo, le pasan las agujas al niño que no comprende al principio cómo hacen esas manos para no terminar enredando todo. Además: ¿Cómo acomodarse a esto? ¿Cómo tomar las agujas? Anota el narrador: “No podía seguir el hilo de la historia. Estaba, literalmente, subyugado, y podría haberme quedado ahí toda la vida”.



II

       Asoma en este punto una mínima genealogía que remite a un preciso lugar de Tucumán: Taco Ralo. Se trata de un lugar de cuyo nombre el narrador quiere acordarse: árbol desnudo es la significación de esta expresión según una “olvidada lengua indígena”. Allí –en Taco Ralo– nace ella: Nelly, la Mocha, un 12 de Febrero de 1936; es la cuarta hija de Emiliano Gómez y Angélica Esther Miau. La emergencia de la instancia genealógica no es casual en este punto. Según Roland Barthes: “Pensar en el origen nos sosiega, mientras que pensar en el futuro nos agita”. Aquí aparece también la hermana de Emiliano Gómez: Beatriz. Es ella la que gestiona el cambio de aire que la Mocha necesita –debido a una leve afección respiratoria– llevándosela a Córdoba y haciendo de madre de ésta de ahí en más. Diríase, en rigor, madre de ahí en más y de nuevo. De nuevo, ya que Beatriz “había perdido a su única hija, atropellada por una auto al cruzar la calle corriendo […] para mostrarle a una vecina los patines que le acababan de regalar por su sexto cumpleaños”.



III

       Un poeta enamorado en secreto de Beatriz suele visitar su casa de Córdoba; de allí –conjetura el narrador– saca la Mocha “la idea de escribir poesía”: Comienza a llenar cuadernos con versos adolescentes. Al morir el marido de Beatriz la vida de ambas se reorganiza: alquilan habitaciones; cocinan para los estudiantes; venden lo que pueden vender; agotan sus ahorros. Finalmente, regresan a Tucumán. Pregunta el narrador: “¿De qué hablarían sus versos? ¿Qué tipo de verdad banal o profunda me hubieran permitido descubrir su trazo o su escritura? Sin razón, en mis devaneos, a veces pienso que yo soy ella, pero sin mí”. Ariel Schettini bien podría ofrecer alguna señal al respecto: “Un poema existe –escribe– cuando genera un efecto de verdad”. ¿Tal vez eso baste?



IV

       Escribir y vivir: He ahí dos verbos en infinitivo cuyas denotaciones y connotaciones obsesionan a nuestro narrador. A veces el vivir excluye al escribir; sin embargo, el escribir tal vez no sea imaginable sin el vivir. Felisa, por ejemplo, sólo parece vivir: A pesar de las adversidades ella vive; otros, en fin, verán si escriben o no sobre ella.



V

       ¿Qué es una heroína? La Mocha, Felisa y Beatriz como “tres mosqueteras buscavidas”. Narrar la historia de la Mocha en tercera persona como en una novela decimonónica. ¿El tono? Desde luego: Ameno y divertido.



VI

       Las muertes de Beatriz y Felisa en el recuerdo: ¿Una maraña? Anota el narrador: “Recién ahora me doy cuenta de la razón por la que me apego a estos retazos de historias, como si su voz apenas pudiera dirigir mis manos mientras escriben, intentando prolongar este último rito que llevamos a cabo juntos, hilando palabra tras palabra, tejiendo frase tras frase como ella solía tejer nuestra ropa, abrigándonos mutuamente en la naturalidad de nuestro gesto”. ¿La escritura como abrigo? ¿La escritura como saquito?



VII

       Vuelvo a Roland Barthes: “He decidido tomar como guía la conciencia de mi emoción”. La Mocha muere tres semanas antes de que Camila, su nieta, naciera; de este modo, en consecuencia, no puede realizar su deseo de conocerla. Sin embargo, en la sonrisa de Camila anida la de la Mocha; ni siquiera necesita de las “morisquetas tristes” de su tío para manifestarla. En el sueño, por ejemplo, los ángeles se encargan de ello. ¿Cómo son las morisquetas angélicas? Sólo los niños lo saben y felizmente lo olvidan al despertar.



VIII

       A veces “no tener razón... es una cuestión de vida o muerte”. A cierta distancia de la lección socrática, el narrador prefiere asirse de la sonrisa de Camila que no parece provenir –precisamente– de ningún ejercicio irónico dirigido a la búsqueda de la verdad. Dice Roland Barthes: “La vida está hecha así, a base de pequeñas soledades”.



IX

       “Ella […] creía en Dios; creía en el cielo, creía en el alma eterna, creía en la salvación”. Mirando la fotografía de la Mocha que está en la tapa de Algunos apuntes sobre mi madre no hay lugar a dudas: Esos ojos, que vuelven minusválidos los del perro de felpa –y no sólo, desde luego, por su tamaño– iluminan también los nuestros. ¿No ha dicho Olga Orozco que ella: “Quería descubrir a Dios por transparencia”?



X

       Ordenar: ¿Acaso la conciencia humana hace otra cosa? Jorge Luis Borges habla en Discusión (1932), en efecto, de la “visión de la sucesiva y ordenadora conciencia humana frente al momentáneo universo”. ¿No hacen algo análogo la escritura y el relato en general? Escuchemos ahora a Marcelo Damiani nuevamente: “El 3 de enero del año pasado cumplí 37 años. Mi padre hubiera cumplido 74. Treinta y siete años atrás ella le había dado como regalo de cumpleaños a su primer hijo: Yo. Yo, ahora, 37 años después, tenía la misma edad que él cuando se convirtió en padre. Yo, ahora, era huérfano de padre y madre, y el único regalo que recibí por mi cumpleaños fue el de mi hermana: Un reloj…”.



XI

       “Pero el peor momento llega tarde o temprano. Es cuando ya no hay nada que hacer”. Marcelo Damiani abandona entonces las agujas y los ovillos: El abrigo que ha tejido para su madre y para los suyos comienza a abrigarlos, y –me parece– a abrigarlo.



     Texto leido en el "XVII Encuentro de Escritores del Libertador" re-alizado en San Salvador de Jujuy entre el 11 y el 13 de junio del 2010.

miércoles, 3 de octubre de 2007

El apogeo de la civilización occidental

Uno de los bares que frecuento en las tardes de calor tiene a un verdadero personaje disfrazado de cliente regular. Habla con un ligero acento francés y asegura ser el único descendiente del célebre profesor Abel Dubois Landormy. Después de presentarse a su interlocutor de turno le gusta contar sin preámbulos la historia de su padre: “A principios del siglo pasado, empieza, mi padre publicó su famosa Historia del escote femenino en la civilización del Egeo (2300 a 1800 antes de Cristo); allí sostiene que cuanto más alto es el nivel artístico e intelectual de un pueblo, tanto más bajo es el punto en que sus mujeres cierran el cuello de su ropa. Amparados en esta ley histórica enunciada por mi padre, continúa el hombre, los modistos parisienses fueron empleando cada vez menos tela en los trajes de noche, e incluso hubo varios creyentes en el progreso indefinido de la humanidad que dedicaron su vida a tratar de ver el ombligo de las mujeres, ya que eso demostraría automáticamente el sumo apogeo de la civilización occidental. Pero ese momento no llegó, se lamenta, puesto que al poco tiempo, cediendo a los flujos y reflujos de la moda, los sastres comenzaron a subir los escotes y a bajar las faldas. Y así comenzó la declinación de la popularidad de mi padre”, termina el hombre con un dejo de tristeza en los ojos. Luego paga su café -que por lo general no ha tocado- y sale del bar. Afuera, se queda parado en la entrada mirando a las adolescentes que caminan por la vereda mostrando sus ombligos con desdén. Imagino que el hijo del profesor Landormy disfruta de este paisaje paradisíaco pensando que su padre tenía razón: Este es el sumo apogeo de la civilización occidental.

martes, 2 de octubre de 2007

Espectáculo

Por Marcelo Damiani

       Trabajo de porquería, piensa el jugador de pool, después de que nadie aplaudiera uno de sus tiros. Dos mosquitos y una mosca sobrevuelan el paño verde haciendo piruetas en el aire. El jugador se apresta a ejecutar un tiro difícil: Calcula las distancias, estudia los ángulos; piensa. Los mosquitos alcanzan a la mosca, la obligan a bajar sobre el paño verde y la desvisten. El jugador y los mosquitos empinan sus utensilios y apuntan con calma. La mosca empieza a gemir. Adelante y atrás, adelante y atrás. El jugador mueve el taco y no se decide. Adelante y atrás, adelante y atrás. El taco golpea la bola blanca y ésta a la roja. Los mosquitos están a punto de terminar. Se escucha un grito de placer y los mosquitos se separan extenuados un instante antes de que la bola roja les pase por encima. La bola azul recibe el golpe de la roja y las dos entran impecablemente en la buchaca de la esquina. La gente se pone de pie y aplaude satisfecha. El jugador de pool, la mosca y los mosquitos se incorporan, hacen una reverencia y piensan al unísono: Cada vez es más difícil entretener a estos locos.

       La traducción al francés acá.

       La traducción al italiano acá.

lunes, 1 de octubre de 2007

Repercusiones en la crítica


Adiós, Pequeña es una novela donde el humor, al volver grotesco todo procedimiento del género, toma la distancia necesaria del típico policial.”

Gabriela Stoppelman en la revista "Tamaño oficio"


Adiós, Pequeña atrapa por la calidad de sus diálogos, ya que impera en ellos un sarcasmo por momentos brutal. Se palpa la respiración del ingenio y la ironía de Clandler, pero muchas imágenes y situaciones revelan que Damiani también es asiduo lector de Horace McCoy y de Elmord Leonard.”

Germán Cáceres en la revista "Lea"


“En su primera novela publicada, Marcelo Damiani incursiona en la narrativa policial. Aunque esa incursión presenta características muy particulares que, a la vez que sitúan la novela en aquel género, por otro lado le permiten ganar distancia respecto del mismo. En ese sutil posicionamiento, Adiós, Pequeña revela sus aspectos más interesantes.”

Raúl García en "Página/12"


Adiós, Pequeña se erige como una parodia hacia los ‘clichés’ constitutivos del género policial clásico, y si tal como afirmara Borges ‘la novela policial ha creado un tipo especial de lector’, entonces esta novela propone un procedimiento inverso al conocido por medio del cual el lector debe ‘trabajar’ menos en cualquier ejercicio mental que se le presente y disfrutar más. Detective y lector recorren la novela cual flaneurs literarios garantizando el placer del juego que aquí se traduce en placer textual.”

Alma Rodríguez en la revista "Espacios"


“La parodia es una de las formas más elegantes de seguir escribiendo cuando ya no queda absolutamente nada por decir. En ese sentido, toda la literatura de Occidente puede ser considerada una parodia de sí misma. Una enorme oración que no quiere llegar a ninguna parte. La suma de sus temas tiende despreocupadamente a cero, y la suma de sus páginas tiende alegremente al infinito. Es ese vacío el que hace posible las historias, en él nacen y en él mueren todos los relatos, porque nada hay que nos sostenga además de las palabras. Pero esta levedad no carece de vértigos, de allí que los buenos textos paródicos provoquen en el lector eso que César Aira llama una sonrisa seria, y de allí que podamos afirmar que Adiós, Pequeña pertenece a esa clase de libros que uno lee pensando que si no existiera la literatura, en este planeta no existiría realmente nada.”

Carlos Schilling en "La voz del interior"

lunes, 3 de septiembre de 2007

Reseña de Lateral

Por Ariadna Castellarnau

       El amor incondicional que los argentinos profesan a los laberintos, a ser posible aquellos que garanticen una prolongada estadía en sus pasillos sin hallar salida, no se debe sólo a Borges (que en todo caso fue el primero en oficializar esta afición) sino especialmente al gusto por el artificio oratorio de la discusión interminable sobre cualquier cosa o la elección del camino más tortuoso y complicado para llegar a un lugar. Marcelo Damiani (Argentina, 1969), fiel a su laberíntica nacionalidad, construye de forma impecable tramas poliédricas, habilidad que ya demostró en El sentido de la vida y que repite con igual éxito en su última novela El oficio de sobrevivir. El epígrafe de Stanislaw Lem que encabeza la novela dice: “En la lotería de la existencia, los números perdedores son invisibles”. Los personajes de El oficio... son manejados por una suerte de lotería (cuyo funcionamiento es muy parecido al del Destino) que cercena cualquier posibilidad de elección y los arroja a la vida como actores aplicados que recitan un papel. “La Isla”, donde Damiani sitúa también la acción de sus dos últimas novelas, es un lugar claustrofóbico y endogámico desde el que podemos trazar un paralelo con la obra literaria. Hacia el final de la novela, aparece referido un film, Doce Monos. Igual que en la película de Terry Gilliam, los planos de realidad e irrealidad (o ficción) resultan imposibles de definir. Los personajes ignoran si su existencia es real o son soñados o escritos en otra parte por alguien más (quizá sospechan que por el mismo Damiani). Se miran de forma recurrente en el espejo pero no se reconocen, como si verdaderamente su apariencia fuera una imposición arbitraria y no deseada. Además, las historias se entrecruzan y cada uno (la esposa del escritor, infiel y traidora, la amante joven y desquiciada, el crítico envidioso, etc.) tiene su versión, lo que desemboca en un rompecabezas argumental donde todo se está escribiendo y nada está terminado. La novela se asemeja a la estructura de un palimpsesto donde se superponen múltiples escrituras en cuyos cortes transversales alguien trata de escudriñar una voz original. La lectura de El oficio... ofrece una imagen angustiante y crepuscular de la imposibilidad de la experiencia del existir, pero sin el vocerío existencialista que suele acompañar planteamientos de este tipo. Damiani es buen conocedor del complejo funcionamiento de los laberintos narratológicos, por lo que distribuye la trama entre sus recodos y bifurcaciones sin perder el control, sembrándola con los enigmas y las pulsiones del policial, hasta hallar un centro donde las ramificaciones de la historia terminan encontrándose con una mágica naturalidad.

domingo, 2 de septiembre de 2007

H: El efecto Libertella

       “Me parece que el efecto Libertella, también, es esa sensación de vacío que nos embarga cada vez que le ponemos el punto final a un texto que consideramos digno, y por algún extraño motivo, como decía Orson Welles, la máquina de escribir no aplaude.”
Pablo Orlando

       Fue probablemente con la llegada de este siglo que a Héctor Libertella y a mí se nos ocurrió la idea histérica de hacer un libro invisible. Sostener que “íbamos a escribirlo” sería excesivo, ya que su parte principal, las 60 páginas de La santidad sublime del último místico carnal, iban a estar en blanco. Empezaría con un prólogo firmado por Alan Moon donde se hablaría de cualquier cosa menos del libro, como en la mayoría de los buenos prólogos, y terminaría con una falsa entrevista de D a L donde se plantearían, discutirían y finalmente negarían varias hipótesis delirantes sobre la verdadera esencia del libro. Su título, con el tiempo, misteriosamente se convertiría en una sola letra: H.
       Ahora espero que la historia de H me ayude a llevar a cabo una tarea que en principio imagino imposible: Hablar de la obra de un gran escritor –de un gran amigo– que ya no está entre nosotros. Pero no es sólo esta ausencia -ya de por sí muy difícil de sortear y afrontar con palabras- lo que me genera la sensación de imposibilidad, sino también la hipótesis que quiero esbozar sobre la obra de Héctor. Sospecho que su obra es, en muchos sentidos, irreductible. No sólo no hay análisis o explicación que pueda reducirla, sino que cualquier intento por resumirla o condensarla no hace más que poner en evidencia su exquisita irreductibilidad; es decir, la imposibilidad para adaptarse a esa lógica del sentido a la que nos tienen acostumbrados los medios, los comentadores, los cronistas, los críticos y hasta algunos filósofos de pacotilla.
       Tal vez no esté de más señalar que en el terreno de la química reducir es disminuir el contenido de oxígeno de un compuesto; es decir, sacarle aire. Algo irreductible, por lo tanto, es a lo que no se le puede sacar más aire. Libertella, hacia el final de su vida, se dedicó a ponerle más y más aire a sus textos (metafóricamente hablando), acaso como una forma de contrarrestar o paliar la carencia de ese aire (ahora literal) que cada vez le faltaba más y más a sus pulmones. ¿Nos atreveremos algún día a establecer una relación entre esos pulmones a los que ahora no se les puede sacar más aire y su poética de lo irreductible?
       En este sentido, un texto irreductible es también el que no se puede citar bien, porque el contexto le da el aire que necesita para vivir o sobrevivir; de ahí al hermetismo hay un solo paso. Es así que Héctor puede ser visto como una especie de lejano discípulo de Anaxímenes, ese filósofo presocráctico que sostenía que el aire era el origen y fundamento de todas las cosas. Quizá en el futuro los estudiosos terminarán llamando a Héctor “El segundo presocrático argentino”, ya que sin duda el primero sería Macedonio; sus nombres de pila seguramente ayudarán para que esta idea tenga éxito.
       Kant sostenía que el arte escapa a las reglas, y acaso precisamente por esto da que pensar. La obra de Libertella, escrita a contrapelo de las reglas del mundo, parece ayudarnos a contemplar la época que nos ha tocado vivir; la época, si se me permite el reduccionismo, de la reducción infinita. La época de los libros para principiantes (donde parece impensable un Libertella para principiantes), de las versiones cinematográficas de los libros complicados (no creo que a nadie se le ocurra filmar El árbol de Saussure), de los video-juegos de las películas (imagino la frustración de programadores posmodernos tratando de encontrar el contexto ideal del asexuado Mono Rhesus), de las computadoras portátiles (pero Héctor seguía escribiendo a máquina), de los celulares cada vez más pequeños (pero H –y permítanme hacer acá la última reducción de su nombre– no tenía celular). Así, la lógica de la reductibilidad infinita en la que estamos inmersos, paradójicamente, parece estar llenando el planeta de una basura que también amenaza con convertirse en irreductible.
       Toda esta introducción, todo este aparente rodeo que me veo en la obligación de hacer, tal vez, no sería más que otra prueba de la irreductibilidad de la obra de Héctor al comentario, a la bibliográfica, a la exégesis o la crítica. Sólo conozco un texto que hace tambalear mi hipótesis: “Héctor Libertella: La pasión hermética del crítico a destiempo” de Martín Kohan. Allí hay un recorrido notable que desmonta perfectamente el mecanismo libertelliano. No obstante, parafraseando a Derrida, podríamos agregar que la incompletitud esencial de todo texto y la imposibilidad de saber por adelantado el complemento que pide nos impide reconocer más que por “la autoridad del hecho y por el gusto de nuestra mente cuando se ha hallado la armonía eficaz”. Esta tensión entre la irreductibilidad absoluta y la búsqueda de armonías eficaces parece estar en la base de la poética de Libertella.
       Ahora bien, la forma en que lleva a cabo su propuesta es una suerte de entrega ambivalente al lector, un doble juego de seducción empática y postergación hermética del sentido cuyo funcionamiento es destruido ante la aparición de terceros. Así, el lector ideal no es sólo aquel que no puede dejar de leer, sino el que también, por abocarse a la búsqueda infinita de referencias, quiere reconstituir todo el tiempo esa especie de cordón umbilical que es la lectura, concebida como el acto irreductible por excelencia. Acá se entiende su ya célebre apotegma: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, allí se constituye un mercado”. Con minúscula, estamos obligados a puntualizar, sin olvidar que la supuesta valoración inferior de las minúsculas, como la positiva de la cantidad, será invertida y desplazada rápidamente. En especial porque este pequeño mercado del que habla Héctor está sostenido por la existencia de un lector concreto, real, mientras que el Mercado (así, con mayúscula) está pendiente de la estadística, de los índices de ganancias, de la rentabilidad, cuyo substrato es la abstracción, y, entendido en términos vitales, el vacío de los números. “Con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, le gustaba recordar, Cayo Cilnio Mecenas puso a Virgilio en palacio. Y con el tiempo, el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio.”
       La contrapartida de lo antedicho se puede apreciar en otra de esas frases que a Héctor sólo le gustaba repetir entre amigos, en la mesa presidencial de su bar favorito, el Varela Varelita: “Si uno tiene muchos lectores, hay que empezar a desconfiar de lo que está haciendo.” Es que el Gran Mercado, para pertenecer a su staff, exige una suerte de peaje; es decir, la posibilidad de ser reducido, disminuido, comercializado. En este sentido, la obra de Libertella es irreductible a esas demandas, como así también a las del Canon Universitario –ya que ambos ámbitos cada vez se parecen más el uno al otro.
       Esta irreductibilidad que caracterizaría su obra, por otra parte, no es algo inmediato, automático; es un proceso que tiende a borrar sus huellas, a ahondar en los abismos herméticos, a cortar y recortar los textos hasta abolir el nombre propio y el propio apellido. Como ejemplo de lo primero no basta más que recordar la revista “Literal”, donde ninguno de sus integrantes firmaban las notas que escribían, para que de alguna manera los lectores se convirtieran en autores de los mismos. Esta experiencia colectiva de los ´70 fue parodiada el 30 de noviembre del 2002 cuando Libertella firma sin firmar una nota en Clarín con un lacónico Héctor. No era seguramente su intención adquirir el estatuto de héroe mítico griego, sino que más bien estaba presente ahí, como un fantasma, su deseo de borrar, de cortar, de liberarse, de blanquear eso que en otro lugar he llamado “El efecto Libertella”. La necesidad de proyectar la (propia) ausencia, la falta fundamental sobre lo que se cimenta todo lo real, como si se tratara de una versión o perversión literaria del famoso truco de magia –aunque acá, por cierto, no habría ningún truco–: El acto de desaparición. Estoy seguro que a él, antes de reírse a carcajadas de mi ocurrencia, también le hubiera gustado agregar: “Nada por aquí, nada por allá”.
       Tal vez por eso, para finalizar, me gustaría pensar que la ausencia física de Héctor, la imposibilidad de volver a ser testigo de su risa franca y su ingenio permanente, no es más que la contrapartida de su omnisciencia textual. ¿Por qué no imaginar que H es la sigla, la cifra, el trazo mudo que marca la liberación final de las ataduras de este mundo? ¿Qué nos impide pensar que su efecto es algo que se expande cada vez que alguien llega a la página en blanco, compone música con el silencio, o esculpe en el tiempo esos objetos o instalaciones que sólo son visibles para quienes han sido educados libertellianamente? Es como si Héctor hubiera llevado su irreductibilidad hasta el límite impensable de abolir su apellido, su cuerpo, su obra, su vida, desapareciendo como por arte de magia, y dejando libros invisibles para los que no son capaces de ver el aire que nos rodea, ese mismo aire que inhalamos y exhalamos todo el tiempo, rítmicos, risueños, resignados; en especial al despedirnos de los amigos, ya que nunca sabemos cuándo será la última vez que los veremos con vida.

       Palabras leídas en “Die Brücke” en el homenaje a Héctor Libertella.

sábado, 1 de septiembre de 2007

El panfleto hermético


Por Marcelo Damiani

       Estoy escribiendo la historia de esta balsa (cuyo capitán se empeña en llamar barco) y de su eterno virar a estribor. (La visible incoherencia de nuestro rumbo me impide hablar del tema). Yo soy una parte insignificante de la tripulación: No hago nada, no me dejo ver, no hablo; acentúo las diferencias con el capitán: Mi enemigo. Ambivalente, voluble, medio ocre, el capitán, ni siquiera sospecha de mi existencia (agazapada en la multitud informe de la balsa), seguramente debido a sus múltiples problemas (aunque para él son simples pasatiempos): Su favorito, sin duda, es dar de comer a los tiburones: Su método (avalado por la indiferencia y la ceguera general) es patear a los indeseables que sobreviven en los bordes de la balsa para ofrendarlos a Neptuno. Eso es, dice él, un sacrificio necesario. Eso es, digo yo, asesinato. (Además, también le gusta matar las ideas de los otros, y si eso no da resultado, matar a los otros que tienen ideas: No es obvio aclarar que reivindica a los criminales.) Robar un arco y un par de flechas, practicar por un tiempo, volverme un experto y buscar la oportunidad para llenarle la boca con algo sólido, es una de mis ideas más recurrentes. Pero nunca me decido, y no es por miedo, no, de ninguna manera, sino porque existe el peligro de que los ignorantes, después de todo, terminen convirtiéndolo en mártir. Así, en cambio, estoy seguro que se ganará un odio histórico, sempiterno, exclusivamente por su propio mérito. Yo, mientras tanto, puedo seguir insultándolo, escribiendo, imaginando su muerte en vano, mientras navegamos en círculos mar adentro, y sin ninguna intención de llegar nunca a tierra firme.

       La versión en inglés acá.

       LA versión en francés acá.

viernes, 3 de agosto de 2007

"Puro Márketing" por Jimena Néspolo

       La revista colombiana “Pie de Página” ha pedido algunas opiniones sobre la elección de "39 narradores (latinoamericanos) menores de 39", llevada a cabo por un jurado exclusivamente colombiano integrado por Héctor Abad Faciolince, Piedad Bonnett y Óscar Collazos. Esta es la respuesta de Jimena Néspolo a dicho pedido:

       “Observada con distancia, buena fe y muchas peores intenciones la selección de 39 autores propuesta, más que grandes obras o hiperbólicas apuestas, lo que se hace evidente hasta para el más benévolo de los lectores es la presencia de grandes sellos editoriales imponiendo el levante.
       Si en los sesenta había editores de la talla de Paco Porrúa (Sudamericana) –que supo oler la grandeza de un Gabo en las diez primeras páginas de Cien años de soledad, sospechar la gran renovación del artefacto novela que traería aparejada la publicación de Rayuela de Julio Cortázar o entrever la suma y refrescante irreverencia de un Manuel Puig– hoy ­todos sabemos que los cafiyos del marketing que regentean los grandes sellos editoriales entienden tanto de literatura como mi tía Pocha –quien murió de una intoxicación severa por consumir de manera sostenida y flagrante las novelas de Paulo Coelho, Ángeles Mastreta e Isabel Allende.
       Pero volviendo a los 39 y a su arbitrariedad numérica, si de importantes obras –y no figurines y/o sellos– habláramos, con apenas quince o –digo más– diez autores podría trazarse el promisorio futuro de las letras latinoamericanas. Pero la cantidad hace al bulto y como todos sabemos que el futuro es nuestro pero no encontramos –hoy por hoy– grandes obras, más nos vale ser generosos no sea que nos quedemos cortos y alguno de estos chiquilines pinte mañana con una novela –una “gran novela”– que tenía escondida.
       Pero yo les anuncio –queridos y expectantes amigos– que de muy pocos, quizá de ninguno de los 39, pueden esperar –con chance de tener éxito– la novela, “la” literatura que deseamos... Esa que entendemos como el mayor acto de emancipación, en y a partir del lenguaje, al que puede aspirar el hombre; esa aventura conmovedora y riesgosa que modifica, en su época, las coordenadas de lo sensible. Una literatura así soñada no será nunca la patria de los escritores débiles, pusilánimes, hedonistas y holgazanes, conformistas o delicuescentes, incapaces por cobardía o negligencia…
       Lo más interesante de la literatura latinoamericana sucede, mayormente, hace casi dos décadas, en los pequeños sellos editoriales –¿hace falta aún decirlo?– y tiene los mismos brillos fatuos que el adusto crepitar de un leño en la lejana hoguera."

miércoles, 1 de agosto de 2007

Con criaturas ásperas y crueles...

Por Walter Vargas

       A simple vista, El oficio de sobrevivir parece una novela de sesgo bizarro, más no bizarro entendido en sus acepciones originarias, las que homologa el diccionario de la Real Academia Española (valiente, generoso, lúcido, espléndido...) sino más bien en la vertiente noventista, que vincula lo bizarro con lo exótico, con lo disparatado, con lo inclasificable, en fin, con todo aquello susceptible de plasmarse por las afueras de este o aquel canon. Qué decir del tramo inicial, el de "Paraíso perdido", y esa curiosa competencia de probables genios ajedrecísticos que hacen del juego de los trebejos la medida de todas las cosas o, en todo caso, la medida de analogías variopintas, con la filosofía, con la literatura, con la estética, con la erótica (“el ajedrez es un juego erótico. Todo consiste en poner horizontal a la reina”). Pero no, incluso despojada de su sentido eventualmente peyorativo, la palabra “bizarro” no se corresponde con un texto, como el de Marcelo Damiani (Córdoba, 1969), cuyos crescendos ponen cada cosa en su lugar y a cada lector en una gozosa sintonía. Conforme avanza el relato, se vuelven nítidos y expansivos un grupo de personajes que buscan su cauce o, mejor, sus pequeñas o grandes parcelas de realización, cual si fueran máquinas adiestradas sólo para padecer y hacer padecer. Ásperas, crueles, y como todo cruel, necesariamente débiles, las criaturas de El oficio de sobrevivir perseveran en un límite ético, moral, existencial, que redunda en un desenlace sin resquicio para moralejas capaces de gestar una segunda oportunidad, sin caminos por desandar, sin bálsamos. Damiani, pues, nos ofrece una estupenda novela policial, o tal vez “casi policial”, desde el momento en que la localización del género representa un dato meramente formal comparada con la riqueza de esos seres fatalmente humanos, demasiado humanos.

martes, 3 de julio de 2007

Pasajeros

                                                 Por Marcelo Damiani

No somos los que evitamos recorrer calles vacías
refugiándonos de la lluvia y los fantasmas
en sucios cafés llenos de humo.

No somos los que miramos tras vidrios empañados
buscando escapar del insomnio de la vida
en un mismo punto del camino.

No somos los que se vanaglorian de la presencia física
ni los que no respiramos la tensión de la muerte
dormitando al otro lado de las rejas.

No somos los que no viajamos en trenes repletos
negando la absoluta indiferencia del mundo
ante la realidad de nuestros muertos.

No, nunca fuimos nada, nada de eso,
tal vez porque sólo somos
oscuros pasajeros.

lunes, 2 de julio de 2007

Una novela incómoda

Por Marcelo Damiani

      A fines del año 2004, Paco Ignacio Taibo II, uno de los más prestigiosos escritores policiales latinoamericanos, recibió una propuesta inusual: Escribir una novela a cuatro manos. Aunque más extraño aún era quien se autopostulaba como coautor de la futura obra: El Subcomandante Insurgente Marcos, uno de los dirigentes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
       Así nació Muertos incómodos (falta lo que falta), al principio una novela por entregas publicada durante 12 domingos en el periódico mejicano "La Jornada", y cuyas regalías por los derechos de autor irán a una ONG que las destinará a obras sociales en Chiapas. Como se ve, este libro, desde su misma concepción, ya se plantea como un objeto excéntrico, y, si se quiere, de lucha.
       Porque no es que el Subcomandante Marcos esté planeando abandonar su causa y dedicarse a la literatura (aunque ahora ya va por su segundo libro), sino que ha decidido incursionar en la literatura como una forma de continuar la lucha. Y es que lúcidamente ha comprendido que hoy en día hacer literatura es quizás una de esas causas que, como la de Chiapas, el discurso hegemónico neoliberal no dudaría en calificar como perdidas.
       En ese sentido, Muertos incómodos..., sin duda, es una novela incómoda. No sólo porque está muy bien escrita y tiene una trama que ningún clásico del género desdeñaría, sino porque sus dos personajes principales, Héctor Belascoarán Shayne (detective independiente) y Elías Contreras (Comisión de investigación del EZLN) convencen sin necesidad de mucho discurso, simplemente mostrando en lo que se ha convertido su entorno, es decir, la ciudad de México (alias “El monstruo”). Y al final del camino, luego de las peripecias necesarias de este tipo de relatos, luego de algunas escenas memorables por su simpleza entre el detective indígena y el personaje taiboano, luego de introducir en la narración elementos extraliterarios que también pueden ser vistos como una forma de volver más verídica la historia (la presencia, por ejemplo, del mismo Subcomandante como personaje-autor del libro), luego de todo esto, inevitablemente, la resolución de la trama no puede más que orientar la mirada hacia ese gran culpable de toda novela policial moderna que, como bien ha puntualizado Ricardo Piglia, no es otro que el capitalismo (en este caso personificado por el Estado).
       Así, al final de la investigación (como al final de cada investigación) nos topamos con una red de lazos económicos o de poder que muestra, como un espejo brillante en el que muy pocos se atreverán a contemplarse, la mercantilización del mundo, y lo que es peor, de la vida.
 

domingo, 1 de julio de 2007

Contemplaciones de la vida íntima

Por Carlos Gazzera

       Estos dos libros de poesía comparten algo más que el cielo protector de un mismo sello editor. Conforman una extraña cartografía de cierta vertiente de la poesía argentina intimista. “Solos en la habitación / el tablero y el caballo arriba de la mesa / mientras el rey tambalea frente a la dama negra / tratamos de apresar el sentido del juego”, escribe Marcelo Damiani en Pasajeros. Así lo hace Claudia López en Pasatiempos: “Dura tan poco el vuelo de una pluma // no escarbes en las huellas del aire / los signos mudos // la vigía de la madre / la pupila del padre / la cartografía de los amantes / dibujan la única certeza / con la retórica perfecta / de las cornisas”. Como se puede apreciar, el intimismo de Marcelo Damiani con el uso de la primera persona no es del todo diferente al que logra Claudia López con la segunda y tercera persona, que va alternando a la manera de los saltos del caballo del ajedrez. Y allí hay otro espacio compartido por ambos libros: el del juego con las leyes del ajedrez. Mientras en Damiani el ajedrez es un telón de fondo, donde imperceptibles referencias a las piezas y a las reglas de juego nos remiten a una interioridad propia, en López el ajedrez parece ser la lógica que prevalece en el desarrollo de la vida. Entonces, claro, cada pieza confirma un aspecto de la vida que debemos vivir y la poeta está allí para decirnos cómo es ese mundo interior, íntimo: “La Torre: que es necesario guardar / todo / lo que no se posee y lo que se desea / desde la última lágrima del enemigo / (antes de que se seque / antes de que la piel desconocida la atesore / en la leyenda) / hasta la suma de las tierras / sus frutos / y sus cenizas futuras / (antes de que otros las descubran / antes de que el amor o el trabajo las fecunden)”. La brevedad de ambos libros (Pasajeros de Damiani, reúne 19 poemas y Pasatiempos de López, apenas 17), la delgada letra, la disposición espacial de cada verso, todo eso, parece construir una topología etérea, donde la intimidad ociosa del poeta intenta limar las asperezas de la vida real exterior. El ocio se vuelve el solvente en el cual diluir el dolor. Pasar el tiempo... En Damiani, en este mismo sentido, el intimismo es un poco más minimalista: “Vagabundeo por un laberinto pautado / estatuido / en cuyas paredes leo el juego de la mentira / su ilusión / y los límites de la falsedad”. Eso es ser “pasajero” para Damiani.

Texto publicado en el diario La voz del interior (2003)

domingo, 3 de junio de 2007

Génesis

Por Alan Moon

       Había una vez un cavernícola que no podía dormir. Su esposa había probado todas las argucias del inexistente Kamasutra para convocar el sueño. Sus parientes le habían dado todo tipo de yerbas. Sus conocidos lo habían llenado de consejos extravagantes. Pero nada daba resultado. El hombre lo había probado todo. Sus ojos abiertos habían adquirido una redondez sempiterna y ya no daban la sensación de parpadear. Una madrugada, mientras pensaba seriamente en el suicidio, la caverna donde vivía se movió. Una piedra se desprendió del techo y el cavernícola la atrapó con ambas manos casi sin moverse. Al instante siguiente estaba dormido. Desde esa madrugada, cada vez que quería dormirse todo lo que tenía que hacer era tomar la piedra entre sus manos y mirarla fijamente. El sueño venía solo. Con el tiempo el hombre fue evolucionando y necesitó cada vez de más estímulos. Así, la piedra fue tomando una forma rectangular y dócil y sus asperezas empezaron a tener algún sentido.
       Había nacido la literatura.

sábado, 2 de junio de 2007

Madre

                                                            Por Maria Scala

En la oscura caverna de tu cuerpo
empecé este viaje.
En la oscura caverna de tu cuerpo
empecé a dejarte.
Mis primeros llantos fueron una agonía
de conocimiento.

¿Quién hubiera imaginado
que la chica se iba a convertir
en esto?
¿Perdida antes de dar
el primer paso
sabia antes de emitir
el primer sonido?

¿Si ellos te hubieran contado
la vida con la que ella
tendría que lidiar
la hubieras apretado con fuerza
a tu sabio pecho
o la hubieras liberado rápido
dándole la oportunidad de alcanzar
al resto?

¿Son esas lágrimas de orgullo
o es la sal del arrepentimiento?
No soy la fuerte
la del gran corazón
ni tampoco la estable
pero nunca olvido
y este recordar
es mi único don.

Traducción: Marcelo Damiani.

viernes, 1 de junio de 2007

H: El hombre que nunca estuvo


Marcelo Damiani
& Pablo Orlando

       En una de las últimas audiciones del famoso programa radial “Cine en serio” (uno de los más escuchados a lo largo y a lo ancho de toda Europa), conducido por los prestigiosos teóricos pragmáticos Richard Hans y Claude Manetto, el antropólogo uruguayo Fernando Feñas, invitado de honor del día, aseguraba haber visto a los históricos hermanos Joel y Ethan Coen, en ese cronológico orden, salir decepcionados del célebre departamento del escritor argentino Héctor Libertella. Según Feñas, los cineastas estaban dispuestos a adaptar una de las tantas novelas inéditas del autor, “La santidad sublime del último místico carnal”, donde se narra la historia de un carnicero con agudos problemas “referenciales”, ya que se enfurece cuando se lo denomina de esa manera, y en cambio se hace llamar “Mili” (apócope de “minimalista literal”). He aquí el pasaje que Feñas leyó en perfecto castellano rioplatense, para el asombro de Hans y Manetto y del radioescucha alemán (y europeo en general): “No, no, de ninguna manera. Usted, mi querida señora, ve carne sobre esta mesada, y no dudaría en calificar como `cortes` a los efectos de mi actividad. Pero usted debería ver este puesto al final del día, debería ver que no queda nada por ver. Entonces comprendería que yo soy el instrumento que hace posible la presencia completa de la carne; yo no corto, señora, yo soy el puente, el camino. Yo soy el camino entre la nada y la totalidad”.
       Feñas aseguraba que los Coen habían sido visceralmente hechizados por este pasaje libertelleano, y que se habían precipitado raudos y secretos hacia “La Reina del Plata”. Estaban seguros de poder entrevistarse con el escritor y conseguir los derechos de su novela, confiados en que la admiración era mutua. Después de todo, ellos eran los autores de El hombre que nunca estuvo, y Libertella, el hombre que apenas se dejaba entrever. Pero esto último no lo mencionó Feñas, en aquella agobiante mañana radial de Baden–Baden, ya que aparentemente desconocía la fascinación por las apariencias que Libertella compartía con los Coen. Vaya esta cita como muestra: “Los Coen no se satisfacen con la realidad, y entonces se dedican al arte. Pero tampoco las historias los satisfacen, y recurren a mezclar varios relatos, a agregar, a sumar, pero con el terrible presentimiento de que lo que en verdad hacen es restar, quitar, cortar. O algo aún peor, ya que sospechan que no hay brújula alguna para ninguna actividad, y que hacer y deshacer no es algo que pueda ser hecho (o deshecho), y que todo da igual. De hecho, ellos son la prueba viviente de que se necesitan dos para hacer uno”.
       Libertella pertenece a una larga tradición de lectura a la que él mismo ha llamado corte argentino, y que prioriza la fragmentación ante la supuesta unidad del cuerpo (ecuación que, por supuesto, puede leerse enteramente al revés). Citemos al propio Libertella, a su vez citando a Elie Wiesel: “Disfruto cortando. Reduje novecientas páginas a ciento sesenta. Ahora bien, incluso cuando uno corta, no corta”. O recurramos a esta otra cita: “Hay que cortar porque (o como consecuencia de, como veremos) el comienzo se oculta y se divide sobre sí, se pliega y se multiplica, empieza por ser numeroso". Así dice este tipo de pensamiento, en este último caso en la figura de uno sus representantes más notorios, el filósofo francés Jacques Derrida, quien en su texto La diseminación se explaya de la siguiente manera: “Ninguna cosa es completa por sí misma ni puede completarse más que con lo que le falta. Pero lo que falta a toda cosa particular es infinito; no podemos saber por adelantado el complemento que pide. No reconocemos, pues, más que por la autoridad del hecho y por el gusto secreto de nuestra mente cuando se ha hallado la armonía eficaz, la diferencia-madre, esencial y generatriz”.
       No es casual que en El hombre que nunca estuvo el deseo esté representado por el pelo, y que Ed Crane, el protagonista, sea un peluquero, es decir, el encargado de cortarlo y de ponerle fin. Todos sabemos que en los policiales negros, inclusive en esta variante capilar del género, el deseo (o sea, el pelo) es el que produce todos los problemas. Notemos que los hermanos Coen han definido esta película como la odisea de un peluquero que quería ser lavandero. Esta analogía llevada al extremo nos permitiría sostener que todo el conflicto del relato es que nadie está contento con su corte de pelo, es decir, con su deseo. El protagonista del film se hace cargo de explicitar esta relación: “Este pelo...¿Alguna vez te preguntaste sobre eso? Sigue creciendo…y creciendo…quiero decir…es parte de nosotros. Y luego lo cortamos y lo tiramos… Un sepulturero me dijo que el pelo sigue creciendo por un tiempo después que uno muere, y luego para. ¿Qué hace que siga creciendo? ¿Es como una planta en la tierra? ¿Y qué sale de la tierra (soil)? ¿El alma (soul)?...”.
       Pero volvamos al encuentro entre los Coen y Libertella según el testimonio de Feñas, el antropólogo sin cuya antropologización no habría antropología del cine uruguayo. Los Coen ofrecieron una suma de dinero que Libertella no pudo rechazar, y entonces se encontraron con el manuscrito deseado entre sus manos: Poco más de 60 hojas en blanco –completamente en blanco. Los hermanos vieron la sonrisa de Libertella, vieron la blancura casi inmaculada de las hojas, vieron la cara de Washington en los billetes recién sacados del banco, y pensaron en Poe y en el blanco de la hoja final del relato (que es a la vez la lividez de la muerte) de Arthur Gordon Pym; pensaron en Melville y en esa blanca imagen de la trascendencia que es Moby Dick; pensaron en Kasimir Malevitch y en esa representación sublime de lo irrepresentable que es su cuadrado blanco sobre fondo blanco de 1918. Pensaron también en Borges y en Duchamp, en Heidegger y en Leibniz, y al final decidieron devolver la ironía sin siquiera sonreír. Tomaron el dinero a una velocidad propia de cualquier gángster de alguna de sus películas y nunca más se los volvió a ver.
       Feñas terminó ahí su relato, pero no sin antes reproducir una frase críptica que le habría escuchado a Libertella: “Y pensar que en el principio no había más que una `W`...”. Fue entonces que Hans y Manetto olfatearon algo más. Antropólogo al fin, y no carnicero, Feñas había sido cegado por su pulsión referencial, y había interpretado la frase en clave biológica (en el origen siempre se es un niño, un bebé). Pero los sagaces Hans y Manetto, que ya habían comprobado las afinidades secretas entre el Rhin y el Río de la Plata, no tardaron en comprender que no había ningún párvulo en el inicio, sino unas iniciales: B.B. Iniciales que no significaban, como arriesgó un desconcertado Feñas (horas más tarde, ya distendido en las famosas aguas termales de la ciudad), Brigitte Bardot, ni Bertold Brecht, ni Boris Vian, y mucho menos Boris Becker o Björn Borg, sino que trazaban una correspondencia íntima entre Baden–Baden y Bahía Blanca, ciudad natal de Libertella. Luego de despedir al autor del inquietante ensayo “Antros, tropos, logos” (es decir, a Feñas), Hans y Manetto tomaron el primer vuelo hacia el hemisferio sur y rápidamente se encontraron en aquella ciudad austral de la provincia de Buenos Aires donde hacía tiempo que el escritor faltaba, ya que para ese entonces se había desplazado un casillero: de B.B. a C.C. (a Cucha Cucha, en Caballito, en Capital). El nuevo asentamiento de Libertella remitía indudablemente a una morada canina, por lo que fue tomado por lo alemanes como un guiño cómplice, cínico. Así se lo hicieron saber al escritor, dirigiéndose a él con mucho cuidado, temerosos de taparle la luz blanca que entraba por la ventana. Pero éste evitó cualquier tipo de comentario (un silencio elíptico que Hans y Manetto no dejaron de tomar como una confirmación) y fue directamente al grano: “Los Coen pensaron que los estaba cargando. Ahora me doy cuenta de que no pudieron comprender mi obra maestra. Yo les explicaba que lo realmente difícil, como sugería un famoso escritor chino, es llegar a la hoja en blanco, y les mostraba las marcas del `Liquid Paper` que se negaban a reconocer en mi manuscrito, mientras les citaba las palabras de Huang-Tsé: ´Ayer vino un amable periodista y me indagó sobre el terror de la página en blanco. `Mire usted –le dije–, si tengo un terror es no poder llegar acabadamente a esa página`. Entonces le mostré cientos de manuscritos tachados y mis pequeños pinceles y frascos de corrector blanco [igisha]`. Pero ellos se habían obstinado en la absurda historia de un carnicero en la que se vislumbraba el minimalismo ruso y la falta lacaniana, en una síntesis de metafísica tradicional y mística carnal. Yo jamás había escrito nada así. Casi sentía envidia por el autor que pudiera lograr de manera tan genial esa amalgama, y eso es exactamente lo que les dije, mientras ellos mostraban su enojo y repetían una y otra vez: Fuck! Fuck! Fucking Feñas!”.
       Creemos que no hace falta mencionar el júbilo romántico que la anécdota despertó en nuestros lúcidos alemanes. Asentían con irreprimibles, y casi ininteligibles “Teufel! Teufel! Sapperlot!!” ante cada palabra del escritor, y terminada la grabación, volaron con apuro a su tierra natal, para compartir el entusiasmo con sus compatriotas. Sabían, por supuesto, que el blanco libertelleano era una ironía, pero una ironía que suponía la más extrema seriedad. Ese blanco era la ausencia imposible en la que la no menos imposible presencia de las cosas finalmente tendría su lugar. Veamos nuevamente lo que Jacques Derrida nos dice al respecto: “…la afinidad sémica, metafórica, temática, si se quiere, entre el contenido `blanco` y el contenido `vacío` (espaciamiento, entre, etc.) hace que cada blanco de la serie (nieve, cisne, papel, virginidad, etc.) sea el tropo del blanco `vacío`. Y recíprocamente. La diseminación de los blancos (no diremos de la blancura) produce una estructura topológica que circula infinitamente sobre sí misma mediante el suplemento incesante de una vuelta de más: más metáfora, más metonimia. Volviéndose todo metafórico, no hay ya sentido propio y, por lo tanto, metáfora”.
       A nadie le pasará inadvertido que durante todo el metraje de El hombre que nunca estuvo la sobre-exposición lumínica amenaza con tragárselo todo, y que por último, en el cuarto reservado al ajusticiamiento del protagonista, relato y personaje se disuelven en el blanco final. Wittgenstein, el célebre filósofo analítico, solía identificar el silencio y la ausencia con la plenitud del sentido, y no es casual que Ethan, el menor de los hermanos, haya escrito un ensayo sobre el pensador austríaco. Tampoco es casualidad que las últimas palabras de Ed Crane en la silla eléctrica hablen de la insuficiencia del lenguaje, de cómo la muerte ha cambiado de signo y se ha convertido en la posibilidad de encontrar a su esposa en el más allá: “No sé adonde me llevan. No sé que encontraré más allá del cielo y la tierra. Pero no tengo miedo de ir. Tal vez las cosas que no entiendo sean más claras ahí.... Tal vez ahí esté Doris. Y tal vez entonces pueda decirle todas esas cosas para las que aquí no tienen palabras...”
       Es imposible no ver acá el arte de la práctica del oficio mudo que propone Libertella en uno de sus últimos libros: “Un hombre absurdo, sentado en el único rincón del bar del ghetto, escucha cosas concretas. Y escribe un libro invisible”. Este hombre, de alguna manera, es Ed Crane; lo que se hace evidente hacia el final del relato, cuando sabemos que todo el film ha sido una historia que él mismo ha escrito para una revista de ´pulp fiction´. De la misma forma, tampoco podríamos dejar de reparar en el principio de incertidumbre de Werner “Fritz” Heisenberg, traducido en la ´duda razonable´ esgrimida por Freddy Riedenschneider, el abogado que defiende al protagonista, en eso de que no se debe atender a los hechos, sino a su significado. Aunque los hechos no tengan ningún significado. Este es uno de sus inobjetables razonamientos: “Lo que digo es que uno, a veces, cuanto más mira, en realidad, menos sabe. Es un hecho. Un hecho demostrado. En cierto modo, es el único hecho que existe”.
       La escena final de esta historia nos lleva de nuevo al principio: A Baden–Baden, a Hans y Manetto, a la última emisión de “Cine en Serio”, donde el invitado especial no podía ser otro que el erudito en arte argentino Rafael Cipollini, quien encuentra la clave de todos estos hechos en la última publicación periodística de su amigo Libertella: “Conviene recordar esta fecha: 30 de noviembre del 2002. Ese día [como en los tiempos de aquella revista de los `70 llamada `Literal` donde los escritores se negaban a esgrimir sus firmas y por lo tanto los verdaderos autores eran los lectores], Libertella ha comenzado a dejar de ser Libertella. Desinteresado del reconocimiento de público y crítica (como así también de la oficina administrativa del diario encargada de pagarle), Libertella firma sin firmar con un lacónico Héctor (y adquiere así su estatuto de héroe mítico griego). El gesto tiene su co-relato en la película que los hermanos Coen no filmaron sobre un escrito que Libertella no escribió, y de la que por supuesto, el periodismo especializado aún no ha dado noticias. Ni siquiera Feñas, el único que estuvo verdaderamente cerca, ya que al arriesgar Brigitte Bardot ante las claras inciales B.B. no sospechaba, con su habitual inteligencia convexa, que se trataba de una concavidad, la de una Bahía (Blanca, por supuesto). Esto es así si nos atenemos a la variante fonética, pero si reparamos en una lógica grafemática, la doble “B” es una “W”, y Bahía Blanca pasa a ser, de esa manera, una clara cifra del universo: Wittgenstein (aunque muchos lo confundan con Welles)”.
       Hans y Manetto, sin duda geniales, pero aficionados al fin, no habían considerado esta posibilidad, y por lo tanto sólo atinaron a sostener un prolongado silencio.
       “Este silencio me recuerda que no es casual que los hermanos Coen hayan adaptado la Odisea –se explayó entonces con su habitual elocuencia Rafael Cipollini–. El silencio asimilado al blanco, el silencio de las sirenas en la versión que Kafka nos dio del relato homérico, es también el silencio con el que Orfeo equiparaba a Eurídice (y hacia el que marchaba su flauta, según Maurice Blanchot). Y es, por último, el mismo silencio que escuchaba Beethoven al componer sus sonatas. Esas sonatas que acompañan el viaje de Crane hacia el silencio (la verdadera música comenzará después), su lento e inexorable disolverse, mientras se dice a sí mismo que no ve nada ni es visto por nadie, mientras se pierde en ese extraño laberinto del espíritu donde juega el juego inevitable y desconocido de la vida, mientras se ve arrastrado en un ciego ir y venir cuyo único sentido parece ser el ritmo. Un ritmo que puede ser al mismo tiempo la imagen definitiva de la composición musical y también la de su existencia.”
       Cipollini no alude a Borges, aunque los Coen parecen citarlo de manera implícita, cuando antes de la ejecución hacen deambular oníricamente a Crane por la cárcel desierta, tratando de construir un mapa final que le dé cierto sentido al caos que fue su vida: “Al principio no sabía como había llegado aquí. Lo sabía paso a paso, por supuesto…Pero no podía ver ningún patrón. Ahora que estoy cerca del final… todas las cosas desconectadas parecen engancharse... Mientras estás en el laberinto vas pasando, quieras o no, girando donde crees que tienes que girar, chocando en los lugares sin salida… Pero cuando tomas cierta distancia, todos esos giros y vueltas toman la forma de tu vida. Es difícil de explicar. Pero verlo en su totalidad te brinda cierta paz”. El laberinto como un mapa identitario cifrado es una idea recurrente en el imaginario borgeano, tal como se ve por ejemplo en “El espejo de los enigmas”: “Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del Universo”.
       Pero volvamos a las palabras de Cipollini, que le dan un digno cierre a esta singular historia: “Llegará el día en que, para nuestra incertidumbre, una `H` sola, sin compañía alguna, nos indique tanto el principio del texto como su final. Ese día Libertella se habrá liber(t)ado, habrá alcanzado su pathos, su ethos, su hybris, su telos, su meta, su blanco, su fin. ¿Cómo evitaremos pensar, en ese futuro inexorable, que la `H` muda de Libertella es el sonido ausente de ese texto que nunca estuvo? ¿Cómo negaremos, por último, la estrecha relación entre los Coen y ese maestro argentino del oficio mudo al que ya todos conocerán por la engañosa presencia de la solitaria letra `H`?”
 

jueves, 3 de mayo de 2007

Entrevista a Caín

Por Marcelo Damiani

       El reportaje, como todo género literario, tiene sus reglas. Una de ellas sostiene que el entrevistador debe presentar al entrevistado con una cierta distancia que asegure la supuesta objetividad de la presentación. Lamento no poder cumplir con esta regla. Hace mucho tiempo que quería tener una charla con mi entrevistado y la razón es tan simple como evidente: En mi modesta opinión, él es el mejor escritor latinoamericano con el que jamás he conversado.
       Guillermo Cabrera Infante, alias Caín, nació en Gibara, Cuba, en 1929. En 1964 ganó el Premio Biblioteca Breve con su novela Tres tristes tigres. Luego habría que esperar 15 años para disfrutar de uno de los mejores títulos que se han publicado en mucho tiempo: La Habana para un infante difunto. En 1985, acaso sintiendo que ya lo había hecho todo en castellano, escribió directamente en inglés Holy Smoke, logrando que su prosa fuera puesta a la altura de la de Conrad y Nabokov. Antes, mucho antes, exactamente en 1963, Cabrera reunió las críticas cinematográficas que había firmado con el seudónimo de Caín y las publicó en forma de libro, dándole vida a su alter ego y convirtiéndolo en un heterónimo. Así nació Un oficio del siglo XX, quizá una de las mejores y más raras novelas que se hayan escrito en castellano.

       El resto de la entrevista acá.

miércoles, 2 de mayo de 2007

"Hospital de ranas" de Lorrie Moore

Por Marcelo Damiani

       "Primero tratá de ser algo, cualquier otra cosa. Estrella de cine-astronauta. Estrella de cine-misionera. Estrella de cine-maestra jardinera. Presidente del mundo. Fracasá miserablemente. Es mejor si fracasás rápido, digamos a los catorce años. Una rápida desilusión crítica es necesaria para que a los quince puedas escribir largas secuencias de haikus sobre el deseo frustrado. Es un estanque, un capullo de cerezas, un rozar del viento contra el ala del gorrión que va hacia la montaña. Contá las sílabas. Mostráselo a tu mamá. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que quizá la engaña... Mira rápidamente lo que escribiste y después te mira de nuevo, pálida como una dona. '¿Qué te parece si vaciás el lavaplatos?', te dice. Mirá para otro lado... Este es el dolor y el sufrimiento necesario, pero sólo para principiantes." Así empieza "Cómo convertirse en escritora", uno de los grandes cuentos de Autoayuda, el primer y fundamental libro de Lorrie Moore.

       El resto de la nota acá.

martes, 1 de mayo de 2007

Entrevista a Alain Robbe-Grillet

Por Marcelo Damiani

       Amado por toda la intelectualidad francesa de la década del ‘60, desde Roland Barthes a Gilles Deleuze, Alain Robbe-Grillet no se conformó con escribir un corpus novelístico espectacular, sino que también fue el abanderado de lo que se dio en conocer como el Noveau Roman: Una nueva poética de la novela (de la que también formaron parte Claude Simon y Nathalie Sarraute, entre otros) que priorizaba la mirada por sobre todos los demás sentidos. Como si esto fuera poco, Robbe-Grillet también filmó algunas de las películas más extrañas de las que tenga memoria la historia del cine universal.
 
       El resto de la entrevista acá.

martes, 3 de abril de 2007

La identidad narrativa


"El hombre es siempre un narrador de historias...
trata de vivir su vida como si la contara."

J. P. Sartre: La náusea.


       La filosofía del “primer” Heidegger sostiene que el hombre –al que denomina Dasein “ser ahí”– es de suyo comprensión e interpretación, y que de hecho se encuentra existiendo en un mundo ya interpretado.


       Mismidad y alienación

       En su situación, el ser-ahí, debe asumir su poder-ser, debe llegar a ser él mismo. Pero, también de hecho, se encuentra siempre ya inserto en un sistema de creencias, conocimientos y valoraciones que no son propiamente los suyos, sino los de todo el mundo: se encuentra ya interpretado por el impersonal y omnipresente “uno” (das Man), que es el quién de la existencia cotidiana.
       Así, pues, la tarea de llegar a ser sí mismo equivale a la resolución de realizar un proyecto de sí mismo cuyo mantenimiento constituye la fidelidad de “la existencia con respecto a la propia mismidad” (1).


        Narrativa y temporalidad

       Estos escasos elementos de una fenomenología de la existencia, muestran la perplejidad del filósofo tras la destrucción de la idea de un sujeto sustancial y de la consiguiente posibilidad de fundamentar la filosofía en un saber primero e inconmovible de ese mismo sujeto.
       Nuestra tesis, basada en la obra de Paul Ricoeur (2), sostiene que esa perplejidad puede hallar una “réplica poética” en la narrativa (histórica o de ficción), que no es un simple entretenimiento sino el modo más apropiado en que el existente humano da (se da) cuenta de su propia temporalidad e historicidad.
       El personaje sartreano de La Náusea afirma que “cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo. Esto es vivir. Pero al contar la vida, todo cambia”. ¿Por qué? Porque, según nuestra opinión, la acción de contar es una suerte de laboratorio experimental que anticipa las opciones de la vida real y predispone para la decisión moral. Sirve de modelo de la propia mismidad, entendida no como la estabilidad de un carácter o la constancia de un ser substancial sino más bien como ese modo de existir que se sostiene en el ser en virtud de la fidelidad, como se cumple una promesa: es la persona en cuanto maintien de soi, en cuanto el otro puede contar con ella (3).


       Lectura y apropiación

       En el mundo común ya interpretado, el existente encuentra también las historias, los textos y se apropia de ellos en el acto de la lectura que lo sustrae de la caída en el uno, creando una distinción que explicita la suerte de ser-en-el-mundo desplegado delante del texto, pues, por muy fantasiosa que sea la trama de un texto de ficción, no deja de ser una variación imaginaria del mundo, que el lector sólo comprenderá si a su vez también pone en juego las variaciones imaginarias de su propio ego.
       La fusión del horizonte histórico propio con el ajeno del texto le permite al lector vislumbrar un modelo de su propia mismidad, presentida como la identidad surgida de un relato, la identidad narrativa. En efecto, la indagación del artista en su propia vida, trasmutada mágicamente en una narración, no tiene otra finalidad que la de recuperar lo propio –la mismidad– sepultado por las sedimentaciones de los hábitos y las urgencias de la vida social y pragmática “ese trabajo de escritor –dice Proust– de intentar ver algo diferente bajo la materia, bajo las palabras, es exactamente el trabajo inverso del que, cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre realizan en nosotros, amontonado encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida” (4). Ese esfuerzo del creador traducido en el texto y compartido por el lector, ayuda a constituir la identidad de cada uno en una narración coherente. Ahora bien, cada lector, según Proust, “es, cuando lee, el propio lector de sí mismo”, de modo que la lectura se convierte en una experiencia de pensamiento por el cual nos ejercitamos a habitar mundos extraños a nosotros mismos, y no como un juego irreal sino como un desafío con consecuencias morales, pues como dice Ricoeur un relato “jamás es estéticamente neutro”, si no más bien “el primer laboratorio del juicio moral”.
       El lector, por ende, debe convertirse a su vez en agente, en iniciador de acción, al elegir entre las múltiples propuestas éticas ofrecidas por la lectura.


       Psicoanálisis y narración

       La experiencia psicoanalítica es muy instructiva en este respecto, puesto que en la psicoterapia “unos procesos interrumpidos se integran en una historia completa (que se puede narrar)” (5). En efecto, la finalidad de la cura es sustituir los fragmentos inconexos de la historia personal, que se han hecho ininteligibles e insoportables, por una historia coherente y aceptable en la cual quien se somete al análisis –que ha sido, auxiliado por el analista, el autor de tal historia– pueda reconocer su identidad.
       Allí se ve cómo la historia de una vida se constituye por medio de una serie de rectificaciones de relatos previos, lo cual, por otra parte, encuentra su pedant en la constitución de la identidad narrativa de pueblos y comunidades, como la muestra ejemplarmente el caso del pueblo judío: en ambos casos, un sujeto se reconoce en la historia que él mismo se cuenta a sí mismo sobre sí mismo.


       Vida y literatura

       La identidad narrativa puede ilustrarse, además, recordando que para Aristóteles “la poesía es más filosófica y elevada que la historia”, ya que ésta atiende sólo a lo particular y accidental, mientras que la poesía se atiene a lo que puede suceder. Al no estar atado al detalle confuso de los hechos, el poeta, el dramaturgo, el novelista, selecciona y reordena las acciones en la trama rígida de un mito –lo que Ricoeur llama mise en intrigue–. Si tenemos en cuenta que en la vida real el sentido de los sucesos se aclara, por así decirlo, a posteriori, desde el punto final hacia el que tendrán sin que lo supiéramos, bien puede uno a veces pensar que en realidad no pasa nada, como decía Sartre; y que por ello “hay que escoger entre vivir o contar” o, como decía Pirandello, “en verdad la vida o se vive o se escribe” (6); hay que elegir entre la náusea del caos y el sinsentido, y el sereno orden del relato, pues únicamente narrándola se ordena la insostenible incoherencia de todo existir, pues elimina lo accidental, lo no perteneciente al fin de lo narrado –al sentido de la acción– conservando tan sólo los momentos que integran el ideal aristotélico de “una acción completa y entera, con un comienzo, un medio y un fin”.
       En la vida real, en efecto, “ninguna acción tomada por sí misma es un fin (una conclusión) sino en tanto que en la historia contada ella concluye en curso de acción, desata un nudo, compensa la peripecia del héroe con un acontecimiento, sella el destino del héroe con un acontecimiento último que clarifica toda la acción” (7). El dilema de Sartre y Pirandello se disuelve si se tiene en cuenta que, en verdad, se escribe para vivir, para que la vida encuentre su identidad al reconocerse en la historia que se cuenta a sí misma. Tal es quizás el sentido de la revelación final de las laboriosas búsquedas de la recherche proustiana, cuando Marcel, al cobrar conciencia del tiempo incorporado a su propia existencia y recuperado en las reminiscencias involuntarias y en la fidelidad a la futura obra, expresa:
“La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto realmente vivida, es la literatura” (8). Pero esto no es una mera apología de la literatura, sino la reafirmación de la sentencia socrática: una vida sin examen no merece ser vivida. Y este examen es precisamente narrativo, en la medida en que –como dice Ricoeur– “comprenderse es apropiarse de la historia de su propia vida. Ahora bien, comprender esta historia es hacer el relato de ella, guiados por los relatos, tanto históricos como ficticios, que nosotros hemos comprendido y amado” (9).


Mario A. Presas

Para La Nación,
La Plata, 1993.



(1) Heidegger, Sein und Seit, Tublingen, 1953, Pág. 391.
(2) Remito en general a mis ensayos “Metáfora, relato y acción. Aproximaciones a la obra de P. Ricoeur”. LA NACIÓN, 27-09-87 y “Los caminos divergentes de Paul Ricoeur” LA NACIÓN, 14-02-93.
(3) Cfr. Paul Ricoeur, Soi-même comme un autre, Paris, 1990, Cap. 6 “Le soi et l´identité narrative”.
(4) Marcel Proust, En busca del tiempo perdido 7: El tiempo recobrado, Madrid, 1969, Pág. 246.
(5) Hans-Georg Gadamer, Verdad y método II. Salamanca, 1992, Pág. 241.
(6) Cfr. Mario Presas, “Vida y arte en L. Pirandello”, Criterio, XLVII, N 1707/08.
(7) Paul Ricoeur, Du texte a´ l´ action, París, 1986, Pág. 14.
(8) Proust, op. cit, Pág. 246.
(9) Paul Ricoeur “Auto-comprehension et histoire”, en Calvo Martinez y Avila Crespo (Eds.), P. Ricoeur, Los caminos de la interpretación, Barcelona, 1991, Pág. 25.

lunes, 2 de abril de 2007

El "corte argentino" según Libertella

Por Marcelo Damiani

       “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, ahí se constituye un mercado. ¿Qué quiere decir esto? Los transpiradores se pasan la vida buscando vender miles de ejemplares a cambio del diez por ciento de los bolsillos de sus lectores. Pero con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, Cayo Cilnio Mecenas colocó a Virgilio en el palacio. Y el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio…”

       La entrevista completa acá.