"Caín, por supuesto, no es el famoso personaje bíblico, sino un mero crítico de cine cínico, perpetrado
por la pluma de Cabrera Infante para beneficiarse
con miles de años de publicidad gratuita."
Alan Moon
Caín, como todo el mundo sabe, nació bajo la ducha; mejor dicho, bajo la dicha de la ducha. De hecho, la leyenda cuenta que lo primero que se le ocurrió a su creador, mientras se daba un merecido baño reparador después de seis arduos días de trabajo, fue su nombre. Sus detractores, sin embargo, aprovechan esta circunstancia para argumentar que Caín no es un verdadero hombre, sino tan sólo un mero nombre. Pero con delirios de superhombre.
El origen acuático de su apelativo, por otra parte, era usado por Caín para establecer su estrecha relación con el principio del mundo, ya que él firmemente creía (como Tales de Mileto) que el agua era el fundamento de todas las cosas. Su creencia quizá pueda explicar la hiper-sensibilidad que experimentaba frente al ruido de este líquido elemental, porque cada vez que alguien abría una canilla cercana y el agua empezaba a fluir poderosa y rauda huyendo del cielo, el oído absoluto de Caín no podía más que alertarlo sobre el fenómeno que se estaba desarrollando en las proximidades de su ser. Aunque aquella calurosa mañana caribeña, para hacer honor a la verdad, lo único que el ruido del agua le despertó fue la sed, y se la despertó incluso antes de que él estuviera técnicamente despierto.
Caín, en esos momentos, estaba sumido en un sueño placentero, profundo, en el que se había transformado en un enorme dragón. Varias dotaciones de bomberos habían desplegado sus mangueras y le arrojaban poderosos chorros de agua para tratar de apagar el fuego que salía de su boca. Todas las cosas, al ser alcanzadas por las llamas, se convertían en pequeños cristales mágicos, como si formaran parte de un espejo que acababa de estallar en mil pedazos; así, Caín tuvo la oportunidad de verse reflejado por un instante. Su rostro era muy parecido al de King Kong, y eso le encantó. Pero además, colgada de su cuello, temerosa y húmeda, iba la doncella rubia que le correspondía por ser un verdadero Rey. El detalle que lo dejó boquiabierto, no obstante, fue que él no hacía ningún esfuerzo por lanzar llamaradas de fuego como un predecible dragón clásico. El fuego, en cambio, salía de su boca cada vez que sonreía, y él, por algún extraño motivo, no podía dejar de sonreír.
Mientras tanto los bomberos seguían haciendo su trabajo, sin darse cuenta que hacía falta mucho más que agua para apagar tanto fuego.
Aún antes de poder abrir los ojos, aún antes de oler el fuego que crepitaba a sus espaldas, aún antes de sentir el calor que inundaba el ambiente (acentuando la sequedad de sus labios gruesos), Caín tuvo la sensación de estar inmovilizado, atado de pies y manos y en una extraña posición cuasi fetal. Se sentía atrapado en una esfera única, compacta y rígida, inmutable e intemporal, compuesta por infinitos anillos concéntricos que le daban ese aire indivisible e inmóvil que suele tener toda cárcel mental. La sensación era tan agradable como perturbadora, y fue esta y no otra la razón que le hizo poner toda su fuerza de voluntad para terminar de despertarse y averiguar qué diablos era lo que estaba pasando a su alrededor.
Levantar la pesadez de sus párpados fue sin duda una empresa que lo dejó exhausto. La luz, además, no sólo era harto mezquina, sino que también parecía estar en movimiento. Su cuerpo, por último, no estaba cómodamente acostado en una cama o camilla como uno podría imaginarse, sino que se encontraba amarrado a un sillón de cuero, y por si esto fuera poco, totalmente desnudo.
Frente a sus ojos, en una pared curiosamente curvada, circulaban imágenes borrosas que se movían de un lado a otro. Su intelecto se demoró en vano algunos minutos tratando de descifrar el sentido misterioso de esas sombras en movimiento que parecían tener alguna relación con los murmullos ininteligibles que provenían de las paredes que lo rodeaban. Caín, ciertamente que no por primera vez en su vida, pensó que por fin había enloquecido.
Supuso, con la sagacidad que lo caracterizaba, que la explicación de todo debía estar cifrada en su pasado reciente, en el recuerdo de las extrañas vicisitudes acaecidas la noche anterior. Por su mente cinematográfica desfilaron las imágenes fugaces del estreno teatral de una obra hospitalaria a la que había tenido que asistir para cubrir a un colega caido en desgracia. Caín estaba maldiciendo su mala suerte hasta que sus siete sentidos fueron heridos, literalmente lastimados por la presencia de una mulata con cuerpo desbordante –a la que por supuesto no tardó en abordar. Y si no recordaba mal, lo primero que ella le había contado –como si se tratara de un dato peligroso– era que estudiaba filosofía oriental.
–Yo también amo el conocimiento –había contestado rápido Caín, aunque la mirada lasciva que le había dedicado a ese cuerpo moreno y brillante que se encontraba frente a él parecía desmentirlo descaradamente.
Entonces la mulata lo había invitado a visitar un nuevo lugar exclusivo, casi secreto, donde esa noche se iba a reunir con sus compañeros de estudio; Caín, mientras asentía rápidamente, se preguntaba si ella compartiría su fuerte concepción carnal de la filosofía. También se acordaba que cuando la mulata le dijo el nombre del lugar, Spéos, vio espejos y esperas y pensó que era una forma sutil de decirle que vería todo lo que quisiera ver si tenía la suficiente paciencia.
El lugar parecía una caverna, y cuando uno entraba y descendía por la rampa principal, percibiendo la fuerte densidad de la atmósfera, realmente se sentía como transportado a un mundo primitivo. La escasa iluminación, las imágenes chinescas proyectadas en las paredes y los murmullos envolventes que hacían las veces de música de fondo, a diferencia del ruido estridente y las fosforescencias de los clubes nocturnos que Caín acostumbraba frecuentar, también se confabulaban para crear tal impresión. La mulata lo arrastró de la mano por pasillos cada vez más oscuros y sinuosos en dirección a lo que parecía ser el interior de la Tierra. Caín, por su parte, se dejaba llevar sonriente, tentado por la proyección de sus propios pensamientos eróticos.
Pero su memoria se desvanecía a medida que se acercaban al rincón donde acababa de despertarse. Recordaba claramente a otra mulata que había venido con una sonrisa traviesa y con el vino, su propia invitación para que se uniera a la fiesta, la mirada de las dos mulatas como insinuando que ahí había mucha muchacha para un sólo Caín, y él haciendo chistes y acariciando como al pasar la espalda oscura de su compañera. La última imagen era la de una antorcha y unas palabras en otro idioma con entonación argentina. Eso era todo.
¿Habría caído bajo los efectos de la burundanga? Por más que lo intentaba, no podía recordar cómo había terminado desnudo y atado de pies y manos al sillón de cuero. Aunque lo imaginaba, claro, y esperaba, por el bien de su reputación sexual, estar en lo cierto. En este sentido, no se atrevía a examinar las posibilidades de un error de cálculo.
El aumento del volumen de los murmullos que inundaban las paredes volvió a distraerlo de sus vanos intentos de recuerdo. Parecía un eco que venía de sus espaldas, pero al intentar darse vuelta reparó en sus ataduras. Eran como cadenas aterciopeladas y azules, y luego de hacer un poco de fuerza con sus brazos ambas se soltaron. Caín aprovechó la oportunidad para liberarse del todo. Encontró rápidamente el traje blanco que llevaba la noche anterior y se lo puso, incluyendo el vistoso sombrero panamá. No había rastros de las mulatas por ninguna parte. Ni tampoco del vino. Miró por última vez las imágenes proyectadas en las paredes y pensó que parecía un cine primitivo o futuro donde habían sido abolidas las leyes de la representación. Se le ocurrió que el sentido de esas figuras fantasmales era tan difícil de descifrar como los sueños o la mismísima realidad. Se preguntó si la mulata no lo habría llevado allí para hacer algún tipo de experimento perceptivo o sensorial, ya que después de todo, él era el crítico más famoso de toda la isla. Pero desechó la idea rápidamente: Prefería pensar que había sido utilizado como un objeto sexual.
Salió del rincón de la cueva ascendiendo por un pasillo cortado por una pequeña pared; atrás de la misma había un fuego que parecía controlado, como si también fuera parte del espectáculo, y a su lado, una antorcha. Caín se agachó para mirarla más de cerca pero alguien le dio un golpe en la cabeza que lo mandó directamente al piso. Después sintió que lo arrastraban por sobre una especie de alfombra áspera y escarpada mientras su voz emitía quejidos de protesta. Su cuerpo terminó arrojado al duro empedrado de la calle.
Cuando intentó abrir los ojos la luz del sol lo encandiló sin piedad. Luego de sentarse lentamente buscó sus lentes negros en los bolsillos del saco, de la camisa y del pantalón, pero no pudo encontrarlos. El calor, además, lo envolvía como una nube hirviente y húmeda, dificultando su poder de concentración. Se puso de pie sintiendo como si su cuerpo penetrara en una bolsa de aire caliente. Se sacudió un poco la ropa y dio un par de pasos trastabillando, acomodándose el sombrero para que la luz del sol no lo molestara tanto. La densidad de la atmósfera le obligó a abrir la boca para poder respirar mejor. De pronto escuchó que alguien repetía su nombre.
–Eh, Caín. ¿Qué es lo que haces aquí, Chico? ¿No debieras estar tú en el cine, pues?
Entonces se acordó que esa mañana tenía una función privada. ¿Cómo se llamaba la película que tenía que ver? No, eso no era importante, sino la hora y el lugar. ¿Dónde le tocaba hoy? ¿En el Atlantis o el Astral? Miró su reloj y apenas pudo distinguir que las agujas no parecían moverse. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿O sus ojos ya habrían perdido la capacidad de detectar el movimiento mecánico de las cosas? Pero no importaba la hora que fuera, de cualquier forma tenía que apurarse, y mientras se le aclaraban las ideas creyó recordar que la función de hoy era en el Astral.
–Mira, Caincito: ¿Qué es lo que vas a escribir mañana si no ves la película hoy?
Caín levantó la cabeza y calculó que debía ser alrededor de mediodía. Si se apuraba, tal vez podía llegar para el final, y con un poco de suerte, encontrar algún colega amable que por lo menos le cuente el argumento. Aunque lo dudaba, ya que la mayoría de los críticos sólo veían los primeros quince minutos de todas las películas, y después huían indefectiblemente de la sala; y si no se iban era porque se habían quedado dormidos. En cualquier caso, su suerte ya estaba echada, y todo por culpa de la mulata y sus supuestos estudios de filosofía.
Marcelo Damiani